Cuando Gottfried Wilhelm Leibniz muere en Hannover en 1716, Isaac Newton todavía le sobrevive once años. Había, pues, desaparecido su gran rival, tras años de enconada disputa sobre quién de los dos descubrió el cálculo infinitesimal y las integrales. Hoy existe la evidencia de que ambos lo descubrieron por caminos separados e independientes, pero Newton no lo creyó así y su ego de genio matemático reconocido e indiscutido no le permitió asumir que Leibniz caminara por sendas similares, pero paralelas, y que su método de notación fuera adoptado mundialmente hasta nuestros días.
Por eso, al enterarse de la muerte del genio alemán, debió derramar lágrimas de cocodrilo. Pero ¿por qué de cocodrilo? ¿Es que los cocodrilos lloran? Y si lloran ¿no sienten nada mientras lo hacen? El dicho popular de las lágrimas de cocodrilo parece responder a esas preguntas: los cocodrilos lloran, pero no sienten nada.
Es bien cierto que los cocodrilos segregan lágrimas abundantes en determinados momentos, cuando salen del agua y para compensar la falta del contacto con el líquido que necesitan sus ojos. O cuando están devorando a una presa, ya que sus glándulas salivales están tan próximas a las lacrimales, que las van estimulando mientras comen.
Pero segregar lágrimas no significa llorar, algo que es sólo propio de los humanos. Porque llorar es el resultado de un estado emocional incontrolable y ninguna otra especie – fuera de la humana – puede derramar lágrimas emotivas. El cocodrilo no puede sentir emociones, ni siquiera la alegría por el placer de devorar. Por lo tanto, la expresión popular va en la buena dirección, salvo que obviamente ningún ser humano podría en realidad segregar unas lágrimas, cuya composición química difiere de las propias, que contienen proteínas y hormonas muy diversas.
A Leibniz las lágrimas de cocodrilo le parecerían en todo caso un fenómeno propio de lo que él llama la armonía preestablecida. Esta armonía gobierna las relaciones entre las “mónadas”, componentes últimos de la realidad y átomos metafísicos indivisibles, que sólo se comunican entre sí a través de Dios, según su visión filosófico-teológica. A ellas pertenece el hombre, pero también los cocodrilos. Carecen de extensión (espacio/tiempo), pero están llenas de fuerza y energía, que él formula como la “vis viva” (la actual energía cinética), igual a la masa por el cuadrado de la velocidad (mv2). Ahí estaba en germen lo que luego Albert Einstein convirtió en la teoría de la relatividad.
Todo esto que apunto es de una gran abstracción y complejidad, pero hasta los legos dotados de un cierto barniz cultural hemos de inclinarnos ante la inconmensurable capacidad intelectual de este hombre, que fue probablemente el último genio universal, antes de que la investigación, la especialización y la información de todas las ramas de la ciencia y del pensamiento hicieran imposible en lo sucesivo la aparición de estas mentes que abarcaban todo el saber.
Mientras los cocodrilos siguen siendo una especie primitiva inmutable desde hace millones de años, y sus lágrimas humidifican sus inexpresivos ojos de reptiles, la especie humana ha evolucionado continuamente y ha podido producir un ejemplar como Leibniz. Alguien que estudió, pensó y escribió en todos los campos. Alguien que a los doce años dominaba el latín y el griego, que escribió la mayor parte de su obra en latín, francés y alemán. Que fue grande en todo: filósofo, teólogo, matemático, físico, jurista, diplomático, lingüista. He contemplado su firma autógrafa y sin ser grafólogo aprecio en esos trazos la belleza y la simplicidad de los verdaderamente sabios.
Y mientras leo a Leibniz y trato de entender la esencia de su filosofía, cuanto más me acerco a esa mente universal privilegiada y parece que me despego de todo lo empírico y me sumerjo sólo en lo racional, entonces mi pensamiento escapa bruscamente y regresa a los cocodrilos.
Es como si temiera deshumanizarme, a fuerza de adentrarme en el espacio del puro pensamiento, o descorporeizarme al navegar por el éter de sus reflexiones cercanas a la sustancia como categoría espiritual. Y ese temor casi instintivo me devuelve a la realidad poderosa y feroz de los cocodrilos, la antítesis más brutal, irracional y depredadora frente a un Leibniz, cuyo cerebro excepcional casi ha anulado al resto de su biología de mamífero.
E imagino que si Leibniz se acercara a la orilla del Nilo y contemplara a uno de esos acorazados lagartos gigantescos, yaciendo inmóvil junto al río y con las fauces abiertas para regular su temperatura, es posible que viera también en él una representación de la sustancia-fuerza. Se trataría de una mónada de categoría inferior a la de los humanos, pero dentro de la armonía preestablecida.Y ésta incluye también la muerte, el dolor y las enfermedades, aunque nuestra visión limitada nos impida ver el mal como parte del bien, entendido como un todo.
Y si el saurio fuera la sustancia, entonces la avefría espinosa, el pajarillo que convive largo tiempo con él, se posa en su boca abierta y le libera de restos de comida y de parásitos adheridos a las comisuras de los labios, sería la encarnación de lo contingente, ya que no tenemos conocimiento de las causas que lo originaron.
Leibniz también observaría las lágrimas que humedecen los ojos de pupilas rasgadas y verticales. Comprendería enseguida que no podrían ser de emoción, pero le aplicaría su principio de razón suficiente, según el cual no se produce ningún hecho sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo.
En mi ensoñación regreso abruptamente del Nilo a Leipzig y a Hannover, de la tierra inhóspita, salvaje y cruel a la vida confortable de dos ciudades de alta civilización, caldo de cultivo de un genio que nació sólo pocos años después de terminar la Guerra de los Treinta Años. Un período de devastación y barbarie sin fin, en medio de una Europa Central paradigma de cultura. Muerte y destrucción por principios religiosos y ambición de poder. El mal dentro de la armonía de un universo imperfecto, pero que es el mejor posible. Y tuvo que ser imperfecto, porque de otro modo sería igual a Dios, la única perfección absoluta. Así lo vio Leibniz, que veía mucho más que todos nosotros.
El pensador y enciclopedista francés Diderot dijo de él: “Cuando uno compara sus propios talentos con los de Leibniz, uno tiene la tentación de tirar todos sus libros e ir a morir silenciosamente en la oscuridad de algún rincón olvidado.”