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NACIÓN E IDENTIDAD

ETA se disuelve en un último golpe de efecto de cara a la galería

Ahora es sobre todo tiempo para el pueblo vasco de asumir esa terrible mancha en su historia y -al asumirla- facilitar a las nuevas generaciones el camino  de convivir en paz y sin resentimientos.

Hechosdehoy / Germán Loewe
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Último golpe de efecto, de cara a la galería, de quienes se disuelven cuando ya no tienen nada que disolver, porque ya no existen más que nominalmente. Su verdadero final se produjo en octubre de 2011, siete años atrás, cuando dejaron de matar.

Aquello fue en buena medida el mérito del presidente Rodríguez Zapatero y de su gobierno, tan criticados por todo el mundo de manera a veces despiadada, debido a su torpeza para afrontar y manejar la crisis económica. Fue injustamente ignorado, pese a haber rendido un servicio impagable al país, al lograr neutralizar de una vez a los criminales que a lo largo de más de 50 años sembraron odio y muerte gratuita entre las gentes de España.

Una parte de la sociedad vasca les apoyó, les jaleó y participó de aquel lavado de cerebro colectivo que impidió a muchas personas pacíficas, burguesas y hasta religiosas discernir con lucidez entre el bien y el mal, tal era el grado de fanatismo y ceguera que se había apoderado de ellas. También son cómplices pasivos y acaso inconscientes de aquellos crímenes.

Ahora es tiempo de restañar heridas, de tratar de perdonar, de expiar. Pero es sobre todo tiempo para el pueblo vasco de asumir esa terrible mancha en su historia y – al asumirla – facilitar a las nuevas generaciones el camino  de convivir en paz y sin resentimientos.

Así pues el verbo a conjugar es “asumir”. Lo que quiere decir que la identidad como pueblo diferenciado -y los vascos lo son- se debe nutrir de espíritu crítico y no sólo de orgullo nacional malentendido.

Esto nos lleva a una reflexión general sobre el concepto de identidad nacional. Porque si bien es cierto que como individuos pertenecemos a una comunidad, en la que estamos arraigados y sentimos como nuestra, también es verdad que más allá de esa raíz está nuestra pertenencia a la raza humana, donde todos somos iguales y hermanos.

La comunidad es primero el núcleo familiar, luego el ámbito social más próximo y por fin el ámbito territorial, cultural, idiomático y religioso, que llamamos país o nación. Esto configura nuestra identidad, necesitamos esa referencia que es como nuestra casa. Nos da seguridad y fortaleza para transitar por la vida. Pero nunca debemos olvidar que los otros, los que pertenecen a otros países, los que hablan otras lenguas y tienen otra religión u otras costumbres, son tan importantes o tan insignificantes como nosotros.

Por eso el nacionalismo, del color que sea, ha causado tantos males y ha originado guerras y conflictos inacabables. El nacionalismo, como sentimiento de pertenencia a una nación -con estado o sin él- no es malo en sí mismo. Es un sentimiento humano natural de afirmación de nuestra identidad. Pero se convierte en pernicioso cuando va unido al orgullo o a la arrogancia. Cuando nos apropiamos una cultura, un idioma, una gastronomía o hasta un paisaje como valores absolutos que nos pertenecen sin mácula alguna frente a los demás, éstos quedan así marginados y consciente- o subconscientemente relegados a un nivel diferente, por lo general inferior.

Este sentimiento de orgullo, acompañado de ceguera para ver las propias lacras o flaquezas, genera odio hacia todo aquel que no lo comparta, desde dentro o desde fuera. Por ello debemos contraponerle la identidad nacional humilde, crítica con nuestros muchos errores pasados y presentes, orgullosa sólo de nuestros logros culturales, científicos o deportivos.

Respetuosa y admirativa de los logros ajenos. En una palabra, debemos asumir plenamente todo lo que fuimos y lo que somos, por vergonzoso y desagradable que sea. Sólo así seremos honestos con nosotros mismos y podremos convivir en armonía con las demás naciones.

Ya he mencionado el caso del País Vasco, con el fenómeno de ETA. Ahora toca asumirlo. Y puedo citar otros ejemplos. Alemania es el más significativo. Alemania, cuna de filósofos, músicos, científicos, poetas. Ni Kant,  ni Bach, ni Leibniz, ni Einstein, ni Goethe pudieron evitar que se desencadenara la barbarie nazi en el siglo XX. En sólo doce años (1933 a 1945) provocó la destrucción de medio mundo y el asesinato de millones de inocentes. Pero Alemania volvió a levantarse de sus ruinas físicas y morales. Y asumió plenamente ese tenebroso capítulo de su historia. Hoy es un país democrático y pacífico, convencido de contribuir a lograr la unión de naciones europeas en pie de igualdad.

Japón, otra víctima del nacionalismo arrogante y asesino, también se ha recuperado y está entre los países más prósperos de Asia. Aunque no ha acabado todavía el proceso de asumir sus pecados históricos.

Los Estados Unidos, la primera potencia mundial, con uno de los sistemas democráticos más antiguos y consolidados, emergió triunfador de la segunda guerra mundial y eso exacerbó también su nacionalismo arrogante, que le ha impedido de momento asumir su gran lacra histórica: los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.

¿Y España? Esta vieja nación de Europa, forjadora de un imperio y colonizadora de América, puede ciertamente enorgullecerse de sus poetas, sus escritores, sus pintores, sus músicos, sus cocineros y su lengua universal, el castellano. Pero debe asumir su menosprecio de sus otras lenguas, sus desmanes coloniales, su cruenta guerra civil, sus atávicas tradiciones toreras y machistas, su Inquisición y su versión folklórica y colorista de un catolicismo a veces más papista que el Papa. Desde los tiempos de la “Fiesta de la Raza” de Franco y de la “Unidad de destino en lo universal” de José Antonio hasta nuestros días, no parece que el nacionalismo español haya hecho debidamente sus deberes.

Por último quiero mencionar a Cataluña, esa díscola nación sin estado dentro de España, hoy sacudida por una oleada de nacionalismo independentista, cuyo origen se remonta a principios del XVIII, cuando fue desprovista de sus fueros por los Borbones y aquella humillación no ha dejado de alimentar desde entonces el subconsciente colectivo de este pueblo.

Sin perjuicio de poder comprender los anhelos del catalanismo, como pugna por la afirmación y supervivencia de su idioma e identidad, también este nacionalismo cae a veces en una cierta arrogancia y sentimiento de superioridad respecto al resto de España (a la que confunde con el Estado). Acabe como acabe este pleito, Cataluña deberá asumir también sus errores, para reencontrar su sentido nacional con humildad, compatible con su admirable tradición industrial, cultural, científica e integradora de inmigrantes.

Todo lo dicho puede parecer un ejercicio de voluntarismo, dada la propensión de los humanos a tropezar varias veces con la misma piedra. Aunque el lento pero seguro avance de la Unión Europea podría desmentir por fin esa visión pesimista.

Podría …
 

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