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QUÉ ENTRE AIRE NUEVO

Rancio: dícese de las cosas antiguas y de las personas apegadas a ellas

Vivimos en una sociedad hedonista, sin curiosidad intelectual, que rechaza la apertura mental, teme el progreso (el humanístico, no el tecnológico) y tiende a refugiarse en la tradición, el patriotismo convertido en patrioterismo.

Hechosdehoy / Germán Loewe
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Hay algo que flota en el ambiente. En España y fuera de ella. Algo difícilmente definible, pero real y opresivo. Es como una niebla espesa y fría, estancada no en valles, mesetas o llanuras, sino en la mente de las personas que integran la conciencia colectiva de los países. Ese poso húmedo y decadente parece haberse adherido al cerebro de mucha gente en bastantes países del mundo occidental, que presume de avanzadilla de la civilización y del progreso.

¿Cuáles son los ingredientes de ese estado mental? Son varios, a mi entender, y todos a un tiempo. La carencia de algunos valores morales básicos, como la tolerancia y la humildad; la inseguridad producida por la precariedad laboral; la autocomplacencia con una visión dogmática de la sociedad en que se vive; la arrogancia que resulta de la ignorancia.

Lo que subyace, el caldo de cultivo de todo esto es en definitiva la  falta de educación y de formación humanística que afecta a grandes capas de la población de manera transversal. En cambio la formación científica y tecnológica no sólo es protagonista importante de la instrucción de los jóvenes, sino que se convierte ya en acaparadora de la etapa escolar y universitaria.

El tiempo restante lo dedicamos al fútbol (una especie de estupefaciente deportivo que nos engancha), a los videojuegos y a las redes sociales de Internet. No leemos, no estudiamos arte, literatura, filosofía. No escuchamos otra música que la “pop music” facilona y superficial, mayormente creada para estimular el movimiento rítmico de nuestro cuerpo.

Somos responsables de las grandes carencias de nuestros planes de estudios, que responden a leyes promovidas por aquellos a los que votamos en las elecciones y que no  entienden lo que es formar ciudadanos inteligentes, porque los que deberían formarlos carecen a su vez de formación.

El resultado es una sociedad hedonista y egoísta, sin curiosidad intelectual. Esta sociedad rechaza la apertura mental, teme el progreso (el humanístico, no el tecnológico) y tiende a replegarse y a refugiarse en el  pasado, la tradición, el orden, el patriotismo convertido en patrioterismo. Parece que hay que mantener las esencias,  porque ellas nos dan seguridad. 

Hay que huir de aventuras izquierdistas que amenazan con subvertir nuestro mundo  confortable. Se piensa que hay desigualdad y pobreza, pero eso es inevitable. Porque lo importante es que la economía de mercado funcione y ya se irá creando trabajo, siguiendo el ejemplo americano de total flexibilidad laboral, oportunidades para todos,  tasa de desempleo baja, con una mayoría inmensa de gente ocupada con sueldos de miseria y una minoría de ricos cada vez más ricos.

Éste es, pues, nuestro mundo actual. Por un lado un mundo en el que unos pocos inquietos investigan en Silicon Valley y tres o cuatro gigantes tecnológicos nos dominan con una revolución digital, que debería merecer este calificativo por los muchos dígitos que incorpora su facturación y sus beneficios.

Y por otro lado muchos millones de personas desencantadas, inseguras y temerosas, que se aferran al mundo de ayer porque han perdido el norte para el de hoy y el de mañana.

Sólo así se puede entender por qué los Estados Unidos han elegido a Trump, por qué sigue habiendo allí tantos supremacistas, por qué nadie le pone coto de una vez a la venta libre de armas, por muchas masacres que provoquen los fanáticos. Por qué los políticos conservadores cobran de la Asociación Nacional del Rifle. Por qué las compañías aseguradoras presionan para cargarse la reforma sanitaria de la era Obama. Por qué los intereses financieros protegen a Arabia Saudí, para vender armas a un régimen medieval impresentable.

Aún queda la esperanza de que de nuevo despierte la otra América, la de las universidades punteras, la del pensamiento  progresista, para desbancar y reconducir esta regresión actual.

¿Y el Brexit? En el fondo es más de lo mismo. Un mirar atrás, un refugiarse en la nostalgia del imperio británico que nunca volverá. Un aferrarse a las consignas y las mentiras de ese espejismo orquestado por algunos medios y convincentes voceros de partidos políticos sin visión de futuro. Ya hay muchos arrepentidos de lo que votaron  y el final es impredecible.

Asimismo los movimientos ultraderechistas en Francia, Alemania, Holanda, Austria, Hungría, se van nutriendo del mismo “humus” para engrosar sus votantes, de la misma adherencia pegada a los  cerebros de tanta gente. Pero quiero sobre todo referirme a España, que es nuestro escenario más próximo.

Y lamentablemente España también está afectada de ese espíritu rancio,  cada vez en mayor medida. La ignorancia,  la falta de formación y de urbanidad, junto con las otras causas antes apuntadas, también actúan aquí y nos ofrecen un panorama descorazonador.

Somos un país donde se vota mayoritariamente a un partido con más de 900 imputados por corrupción. Y esto es así por temor y porque el voto es de clase en su gran mayoría. (“Voto a estos porque son de los míos y prefiero que roben ellos a que roben los otros”).

Somos un país donde se demoniza a los secesionistas catalanes y sólo se piensa con fruición en cómo castigarlos y escarmentarlos por haber desobedecido las leyes, en vez de hacer un análisis profundo de por qué sucede lo que sucede y elaborar propuestas de cambio, en paralelo y al margen de la vía judicial. La actual inquina anticatalana promovida por algunos políticos y azuzada en medios y redes sociales, supera con creces a la que pudiera existir contra los vascos en tiempos de ETA.

Al propio tiempo el tan denostado nacionalismo catalán parece que ha avivado e inflamado el nacionalismo español hasta límites rayanos en el ridículo. En efecto, tan trasnochado me parece el afán legitimista y mesiánico de un señor huído a Bruselas, como me resulta rancio que ministros, diputados y medios glorifiquen a una cantante que ha tenido la peregrina idea de ponerle una letra cursi y sensiblera al himno nacional, una de cuyas virtudes es precisamente la de no tener letra.

Un país, en suma, donde a la lidia de los toros se la sigue llamando “fiesta nacional de interés cultural” y donde todavía muchos habitantes de Tordesillas siguen reivindicando su tradición de lancear a un toro hasta la muerte, me parece que tiene motivos sobrados para hacer una profunda reflexión.

Esta reflexión debería extenderse a cómo erradicar el machismo y la violencia de género, a cómo desterrar el odio en las redes sociales, a cómo construir un estado plurinacional solidario, abierto y progresista,  integrado cada vez mejor en Europa y con un sistema educativo estable y eficiente. Un país donde los jueces del futuro tengan otra mentalidad y no abusen de la prisión preventiva. Ya que los actuales, aun manteniendo su independencia del poder político, no pueden sustraerse al ambiente de la España rancia en la que viven.

Con espíritu constructivo y optimista hay que esperar que pese a todo surjan en nuestro entorno nuevos líderes que ayuden a renovar nuestras culturas y sociedades. Que entre aire fresco y acabe disipando la niebla persistente de ahora.
 

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