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REFLEXIONES RUSAS

San Petersburgo vuelve a resplandecer en sus canales, palacios, museos y catedrales

Es la ciudad mártir de Rusia. Seguramente muy pocos de los rusos de mi generación y acaso nadie de los visitantes extranjeros puedan siquiera imaginar lo que pasó aquí hace sólo 75 años.

Hechosdehoy / Germán Loewe
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Apuntes que Alexei Raskolnikov dejó olvidados en su apartamento, cuando lo destinaron a la ciudad de Vladimir.
 
“Todas las tardes voy a orar a San Nicolás. La más bella catedral de cuantas existen en San Petersburgo. No la más grande, pero la más bella, la más entrañablemente rusa y de vocación marinera. La zarina Isabel, hija de Pedro el Grande, la hizo construir a mediados del siglo XVIII en estilo barroco, de muros blancos y azules. Irradia luz en medio del rigor nórdico de estas tierras robadas a las marismas del delta del Neva. Las cúpulas de oro de San Nicolás miran al canal de Kriukov y parece que quieran otear la lejanía de las aguas del  golfo de Finlandia.

En su interior esa atmósfera de recogimiento espiritual, entre iconos y candelabros, el aire penetrado de incienso y cánticos corales. Es la vivencia religiosa de las iglesias ortodoxas, que aún hoy nos traen ecos lejanos de Constantinopla. Nuestra amada Bizancio. Ya desapareció hace siglos, pero todavía late aquí su espíritu cristiano, fundido con el alma eslava y las corrientes invasoras de mongoles y tártaros que han configurado a mi país, nuestra madre Rusia.

Mi madre siempre me decía: “Alexei, si te haces sacerdote, no dejes de rezar por Rusia y por Leningrado en particular.” Ella nació en esta ciudad y vivió la época soviética. Por eso para ella siempre fue Leningrado, incluso después de haberla renombrado San Petersburgo, como la bautizó su creador, Pedro el Grande.

Mientras rezo, siguiendo la petición de mi madre, me emociona saber que esta catedral fue una de las pocas iglesias no clausuradas por los soviéticos. Así pues es lugar de culto desde que el altar que se halla detrás del iconostasio fue consagrado en presencia de la zarina Catalina II, la princesa alemana que marcó a nuestro país con su huella imborrable.

Pienso en la turbulenta historia de nuestra madre Rusia, hecha de luchas dinásticas, primero de los Ruric y luego de los Romanov. Forjaron un inmenso imperio a costa de guerras ofensivas y defensivas, a costa de esclavizar a millones de campesinos y siervos por parte de una casta dominante de boyardos y aristócratas. Hasta que desemboca en la revolución bolchevique, producida por siglos de injusticia y opresión, que los zares no supieron evitar.

Mi madre, Olga Fiodorovna, defendía al régimen soviético, aunque seguía siendo religiosa devota. Defendía un estado que creía basado en la justicia social y en la igualdad, a pesar de sus muchas lacras. Cuando yo era niño, ese estado se hundió, después de más de 70 años de comunismo y ateísmo oficial. La Rusia de hoy vuelve a estar en manos de una camarilla, pero su capitalismo salvaje ha hecho emerger una nueva clase dominante y una cierta clase media en las grandes ciudades. El resto de mi país sigue sumido en la pobreza y la desigualdad, aunque ya no haya siervos.

Los 70 años de Unión Soviética acabaron con muchas cosas, pero no consiguieron acabar con el fervor cristiano de Rusia. Esa prodigiosa chispa que un lejano día del siglo X prendió en Kiev, cuando miles de personas se bautizaron en las aguas del río Dnieper, impulsadas por el príncipe Vladimir I, que se había casado con la hermana del emperador bizantino y se había convertido al cristianismo.

Me maravilla comprobar cómo esa chispa ha perdurado hasta hoy, en el siglo XXI, y ha recobrado nuevo vigor. ¿Será que el cristianismo ortodoxo es indisociable del alma rusa, pese a todo?

Cuanto más trato de vivir mi sacerdocio, más inseguro me siento respecto a los seres humanos de cualquier raza, país o credo religioso. Porque la historia de la humanidad no es más que una sucesión interminable de acciones contrarias a la conciencia moral y a los ideales que unos y otros decimos defender. Mi país, Rusia, tampoco es una excepción. A lo mejor es que nuestra religión y nuestra bella liturgia hacen las veces de ropaje que sólo sirve para ocultar nuestro egoísmo, codicia y violencia.

Pero aún así yo hago mis oraciones. Por Rusia y por Leningrado, hoy de nuevo San Petersburgo. Para mí es la ciudad mártir. Un  día fue exponente de lujo, ostentación y poder de los Romanov, luego fue cuna de la revolución en 1917 y sufrió, de 1941 a 1944, aquel sitio terrible y despiadado por parte de los invasores de la Alemania nazi.

Me estremezco al recordar lo que relataba mi madre, que tuvo que soportar esa tremenda prueba en la ciudad y sobrevivió de milagro. Leningrado estuvo cercado férreamente por el ejército alemán. Después de Moscú, era la pieza más codiciada por el enemigo y las órdenes de Hitler eran tajantes: había que bloquear todos los accesos y suministros durante el tiempo necesario para que la ciudad acabara rindiéndose.

Sólo quedaba un pasillo helado en el invierno a través del  lago Ládoga, donde nace el río Neva. Pero los Stuka alemanes atacaban y hundían en el hielo a los convoyes con víveres. Contaban que era tal el hambre, que nuestro ejército utilizaba buzos para intentar rescatar lo que se pudiera de aquellos suministros sumergidos en las gélidas aguas.

La población de Leningrado soportó hambre y temperaturas de 30 grados bajo cero, sin alimentos ni combustible para calentarse. Durante casi tres años murieron familias enteras de hambre y congelación. Más de un millón de seres humanos dejaron sus vidas en aquel infierno. Llegaron a destruir la gran biblioteca de 200 años de antigüedad para calentarse con su madera y sus libros.

En la familia de mi madre, como en todas las demás, se comían perros, gatos, cuervos y ratas. Hubo hasta casos de canibalismo y criminales que asesinaban, para luego comerciar con la carne de los cadáveres. Cuando las tropas soviéticas liberaron por fin Leningrado en enero de 1944, se tuvieron que encontrar con un escenario fantasmagórico.

Después de tanto dolor, veo que mi ciudad, San Petersburgo, vuelve hoy a resplandecer en sus calles, canales, palacios, museos y catedrales. Y contemplo su bullicio de habitantes ajetreados y de miles de turistas de todo el mundo, que admiran su luminosidad y su incomparable belleza. Seguramente muy pocos de los rusos de mi generación y acaso nadie de los visitantes extranjeros puedan siquiera imaginar lo que pasó aquí hace sólo 75 años.

Aquel sufrimiento inenarrable de millones de seres humanos, causado y urdido por las mentes criminales de otros seres humanos desde la seguridad y la indiferencia del alto mando en unos despachos a miles de kilómetros de distancia.

Dios mío, ¿cómo permites que tantos inocentes paguen con sus vidas por una guerra? ¿Cómo permites que el mal triunfe sobre el bien? Mientras musito mi oración, envuelto en el sosiego de San Nicolás del Mar, estas preguntas se entrecruzan en mi plegaria. A lo mejor es estúpido hacer responsable a Dios. Somos nosotros los responsables y algún día rendiremos cuentas.

O quizá no haya nada de todo esto, nada tenga sentido y simplemente suceda.

Recuerdo a mi madre, mientras ahuyento este pensamiento …”.
 
 

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