Una amiga no deja de mandarme libros piadosos y terrenos sobre Santa Teresa de Jesús –o Teresa de Ávila– y me habla de sus adoraciones nocturnas al Señor.
Yo, apóstata, pero creyente, me siento como un indio del Amazonas al que han venido a traer nuevas gotas de lluvia sobre las selvas repletas de follaje exuberante, y que apagan los incendios que causan los rayos de Thor.
Sin duda Buda estaría más que contento del papa Francisco, que últimamente está reformando la Iglesia Católica. Yo, hoy, he visitado la Catedral de Santiago y he iluminado una vela por dos personas cuya identidad no revelaré jamás.
Alá está muy pero que muy malhumorado, porque utilizan su nombre en nombre –valga la redundancia- de un pretendido Estado Islámico imperialista que, como hizo Mahoma, conquista territorios para el Corán.
Yahvé cierra los ojos ante las atrocidades que suceden en Gaza Y Cisjordania, tierra palestina ocupada por los antiguos esclavos del Faraón.
Manitú clama por la comunión entre el hombre y la naturaleza, con una poesía que no tendría que ver ni con la del mismísimo Rumi, exenta de frivolidades o de paredes pulidas como espejos.
Cada uno cree en su propio Dios, y el dios del que me habla mi amiga ya es viejo conocido mío, si él me lo permite. Yo estuve durante un sueño en el Paraíso. Y eso es lo que debería proponerse el hombre, más allá de los dioses, crear un Edén que llene nuestra alma, con dioses, diosas, o sin ellos, en el cobijo de un planeta llamado mundo.