De pronto, en la sala de los retratos del s. XVI, sospechó que los cuadros le miraban, no solamente aquél retrato de una eminencia que él no conocía, sino también otros cuadros cuyas pupilas no parecían observarle. En realidad, cuando se daba la vuelta, los cuadros le miraban, concluyó.
Fue recorriendo sala tras sala, pero la extraña sospecha se mantuvo en su mente. Él era el sujeto que miraban los cuadros, y no los cuadros a él. En la sala dedicada al Impresionismo, un Van Gogh resentido parecía decirle “¿Y tú que miras?”. Y la verdad es que él no miraba nada. Miraba la nada que había entre los cuadros, algo inexplicable, intentaba esquivar los ojos de los modelos, amenazantes o risueños.
Aquella princesa, por ejemplo, tenía mucho interés en él. Se diría que le estaba prometiendo su amor.
Cuando abandonó los retratos, se encontró inexplicablemente en la sala del abstracto. Y, aunque no tuvieran ojos, también se sintió observado por lo que le rodeaba. ¿Qué querían esos cuadros de él? ¿Qué interés podría tener un pobre visitante inculto para ellos? En algún momento fijó la vista –desafiadoramente- en un Kandinsky. Pero, al cabo de unos segundos, tuvo que retirar los ojos. Kandinsky ya sabía algo de él que ni por sí mismo se podría explicar.
Con las esculturas sucedía algo muy parecido. Parecía que reclamaban su atención. Le chistaban, o algo similar. No podían apartar los ojos de él. Una escultura de Oteiza pareció preguntarle sobre el sentido de la vida. Pero él no tenía respuestas. No sabía qué contestar.
Precisamente, él había venido con la preguntas, y se encontraba con más preguntas. En todo caso, se diría que la respuesta estaba dentro de su interior.
Poco a poco, se calmó –fatigado- y se quedó quieto. Como una estatua. Y los cuadros empezaron a moverse en torno suyo. Tenían brazos y piernas, y hablaban en otros idiomas. Algunos se aproximaban para examinarle mejor. Pero llegaba inmediatamente el guarda de la sala, para indicarles que no se acercasen demasiado.
Cayó la noche, y llegó a hora de cerrar el museo. Todos los visitantes se fueron. Él se quedó inmóvil, en su sitio. Una señora de la limpieza le limpió el polvo delicadamente con un plumero.
Después la sala quedó en absoluto silencio, salvo por los pasos de algún vigilante. Se apagaron las luces. Y las obras de arte quedaron sumidas en el claro oscuro de algún panel luminoso que señalaba una única dirección de salida.
(*) Enrique Mochales (1964-2015), escritor y pintor. Su blog “Como sujetar un cocodrilo” supuso una novedosa iniciativa de incisivo columnista en el escenario digital. Entre su obra, “Mermelada amarga” (Ed, Margen cultural, 1993); “La fragilidad de la porcelana” (Ed. Alberdania, 2010), y "Esclavo de la luz" (Ed. Punto Rojo, 2013).