1. Inicio
  2. Opinión
  3. Comunidad de blogueros
  4. Suicidio y dignidad, el debate abierto tras el fin abrupto de Robin Williams

RESIDENCIA DE SUICIDAS LITERARIOS

Suicidio y dignidad, el debate abierto tras el fin abrupto de Robin Williams

Sentimientos encontrados en Julian Barnes tras escuchar a Stefan Zweig, Virginia Woolf, Sócrates y Sandor Marai. Quizá sea cierto que la vida no nos pertenece, como tampoco la muerte.

Hechosdehoy / Germán Loewe
fjrigjwwe9r1_articulos:cuerpo

Julian Barnes, reconocido y premiado escritor británico, condujo su coche a lo largo de la sombreada vereda que daba entrada a la vieja mansión en el corazón de Escocia, aislada del mundo exterior y no localizable ni siquiera por GPS. Pero Julian supo enseguida reconocer el camino y estacionó el vehículo frente a la entrada de la casa, bajo un cobertizo. Allí mismo se dio de bruces con el cartel: “Residencia para suicidas del mundo literario. Se ruega silencio.”

Empujó el portón entreabierto y penetró en el vetusto edificio. Tras atravesar una sala vacía, que podía ser el zaguán, fue a parar a un largo pasillo bien iluminado, al que daban, alineadas, las puertas de las habitaciones, con los nombres de cada ocupante indicando la fecha de su entrada en la residencia. Julian Barnes se estremeció y no se atrevió a leer los pequeños letreros. En realidad él había venido impulsado por visitar a Adrian Finn, el enigmático protagonista de su novela “The sense of an ending” (El sentido de un final), que decidió suicidarse a sus veintipocos años en un acto congruente con su concepción de la vida y la libertad humanas. Le intrigaba su paradero y deseaba saber si en algún momento se había arrepentido. Por otra parte temía internarse en una realidad que trascendía lo que su mente de escritor había creado.

Cuando estaba a punto de dar media vuelta y escapar, le llegó el sonido de la conversación que procedía de una sala al extremo del pasillo. Atraído por las voces se acercó hasta reparar en el amplio ventanal que miraba a la campiña exterior, envuelta en una tenue luz crepuscular, pese a que su reloj marcaba las 10 de la mañana.

– Mira Adrian, mi suicidio tenía todo el sentido. Mi vida estaba ya agotada. Enfermo, medio ciego, completamente solo tras la muerte de mi esposa y luego de mi ahijado y de mi hermano, hasta los personajes de mis libros habían enmudecido para mí. Por eso lo hice y me pegué un tiro. Porque como decía Seneca “no hay nada más extemporáneo que pretender vivir cuando se ha de dejar de vivir.” Tú en cambio te quitaste la vida en plena juventud y con una frialdad y lucidez, que ninguna apelación a la libertad y a la dignidad puede justificar – .
– Si tú, Sandor Marai, tomaste esa decisión a tus 89 años, en uso de tu libertad y de tu derecho como persona, ¿por qué ahora me niegas a mí, Adrian Finn, esa misma libertad y derecho? ¿Es que acaso la dignidad, como derecho inviolable del ser humano, es un concepto vinculado a la edad? Me alegro de que cites a Seneca, pues yo decidí morir como él, cortándome las venas, y comparto su visión de la libertad que uno tiene para disponer de su vida, si concurren circunstancias que lo hagan aconsejable. En mi caso yo había actuado de modo incompatible con las expectativas de los demás y con mi propia autoestima, y rompí tantas cosas con esa actuación, que mi sentido de la dignidad me llevó a anularme y a quitarme de en medio. Y no me arrepiento, pues la vida siempre fue para mí una inútil elucubración sobre la muerte. –

– Dejad que interrumpa vuestra polémica. Soy Stefan Zweig y al escucharos rememoro todo lo que a mí me condujo al suicidio. Me crié en la espléndida cultura de la Viena de finales del XIX y principios del XX. Viví con estupor el increíble disparate de la Gran Guerra de 1914 y luego, no demasiados años después, tuve que exiliarme de mi amada Austria ante el advenimiento de la hecatombe nazi. Aunque no hubiese sido judío, me habría alejado igualmente de aquella insensatez criminal.

Mi mujer y yo acabamos recalando en Brasil en 1941. Era el momento en que Hitler encadenaba victorias y se apoderaba de toda Europa y parte de Rusia. Aquello parecía imparable. Mi mundo europeo, hecho de cultura y libertad, se había venido abajo. No lo pude resistir. Lotte, mi mujer, y yo decidimos libremente dejar este mundo en 1942, cuando yo tenía 60 años. Tomamos un veneno letal en Petrópolis y dejé una declaración, deseando a mis amigos que “vivan para ver el amanecer tras esta larga noche”. El amanecer aún tardaría tres largos años en llegar, pero llegó. Y yo, que amaba la vida y amaba el sueño de una Europa unida, a lo mejor me lo perdí por un exceso de fatalismo. –

– Ahora quiero intervenir -, dijo una tercera voz, – porque soy Sócrates, vuestro cancerbero. Si bien debo ser neutral en este cometido, creo tener autoridad moral para hablaros, yo que según algunos me suicidé tomando la cicuta, cuando lo que hice fue anticipar mi ejecución, dictada por el tribunal de Atenas. Pero si habéis leído lo que dije sobre el suicidio en el diálogo “Fedón” escrito por mi discípulo Platón, sabréis que para mí el suicidio es rechazable. Por eso lo que Stefan Zweig creyó una decisión en uso de su libertad, se me antoja una pérdida de dignidad. En la línea que yo tracé y Platón desarrolló, abundaron luego mentes tan cualificadas como Aristóteles, Kant, Agustín de Hipona y Tomás de Aquino. Pienso que nuestra libertad no llega hasta legitimar la propia terminación de nuestra vida y nuestra dignidad como personas es un derecho que no incluye su destrucción.-

– Debo discrepar absolutamente, – irrumpió una voz femenina en la conversación, – y quiero alinearme con Stefan Zweig, Sandor Marai y Adrian Finn. Bien es verdad que yo padecía de trastorno bipolar y de estados depresivos recurrentes en mi vida, pero cuando llené de piedras mi abrigo y me lancé al río Ouse, creo que estaba en posesión de mi lucidez, la misma que me hizo reconocer mi incurable enfermedad y escribir a mi marido la nota de despedida. Cuando tu vida se ha convertido en un infierno del que no ves ya la salida, es legítimo ejercer tu derecho de disponer de ella para liberarte. Yo también he leído a los clásicos, pero has omitido a Montaigne, a Hume, a Schopenhauer y a Nietzsche, entre otros, que argumentan como yo: nuestra vida y nuestro cuerpo nos pertenecen y disponer de ellos es un ejercicio de libertad y dignidad, cuando concurren circunstancias que lo justifican. –

– Bueno, aunque coincido con esto último, he de objetar que lo que ha dicho Virginia Woolf respecto a su suicidio no me parece válido, ya que es evidente que ella padecía una grave enfermedad depresiva y, aunque ella lo niegue, actuó condicionada y con la mente obnubilada por un estado patológico. Mucha gente se suicida en circunstancias parecidas, pero eso no me parece en uso de su libertad. –

– Mira Adrian, comparto tu visión sobre el suicidio de Virginia. En todo caso, el mío tuvo lugar con plena lucidez y sin estado depresivo alguno. Si fuera cierto lo que antes decía Sócrates, ahora debería comprender por qué Platón escribió que el suicidio es un acto de flojedad y cobardía y Kant afirmó que llegar hasta el suicidio es perder la dignidad. Sin embargo lo cierto es que yo actué convencido de ser coherente con mi sentido de la dignidad, entendida como respeto que una persona tiene de sí misma. –

Nuevamente la voz femenina: – Pero vamos a ver, Stefan Zweig, o bien convenimos en que la vida nos pertenece y tenemos derecho sobre ella, o bien no tenemos derecho alguno y sólo el deber de vivirla disciplinada y resignadamente hasta el final. En tal caso, si no tenemos ese derecho, ¿por qué reivindicamos continuamente todos los demás derechos? –
– Sí, Virginia, entiendo tu argumento. Pero yo siento que la vida no es un derecho sino un don. Y según el maestro Sócrates me debería arrepentir de haberlo profanado, junto a mi amada esposa Lotte en aquella habitación de Pertrópolis. Como el joven Werther, criatura de Goethe, que decidió escapar de la vida, aunque él al menos no se llevó a su amada consigo. También ella se llamaba Lotte y tras esa historia Goethe abrazó definitivamente el clasicismo, que fue como una terapia para el “Sturm und Drang” romántico, el cual parecía embellecer y justificar morir de propia mano por amor.-

Julian Barnes abandona precipitadamente la residencia, con sentimientos encontrados. Quizá sea cierto que la vida no nos pertenece, como tampoco la muerte. Todo es parte de la naturaleza y no tenemos derecho a violentarla. Debe seguir su curso, como un gran río cuyo cauce no hemos de alterar y cuyas aguas deben fluir intactas, hasta entregarse al mar ….

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Fill out this field
Fill out this field
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.
You need to agree with the terms to proceed

twitter facebook smarthphone
Menú