Ha estallado por fin el verano. La canícula aprieta en las horas de insolación y la sensación es de ahogo y pesadez. El ruido de la ciudad no hace más que aumentar todo eso y quien puede corre a refugiarse en algún paraíso artificial de aire acondicionado, en el coche, en el autobús, en el despacho o en casa. Luego cae la noche urbana y seguimos encapsulados y climatizados, intentando evadirnos del exterior, que ya no arde, pero sigue asfixiando.
Entonces me acuerdo del campo, las noches de verano en el campo. Revivo mi dormitorio en penumbra, abiertas de par en par las ventanas, para dejar penetrar el perfume de la noche; el aire sigue cálido, pero ya se mezcla con una ligera brisa que me alcanza, dejando a su paso el murmullo refrescante de las copas de los plátanos. Afuera todo es quietud, el sonido delicioso del silencio. A ratos se oye el trino del ruiseñor que se alterna con los grillos y el tintineo monocorde y repetitivo del canto de los sapos.
Todo es como una música compuesta por la naturaleza para enriquecer y vivificar la calma total, que de otro modo quizá resultara hasta siniestra.
Estoy echado en la cama a oscuras y respiro pausadamente. El sueño todavía no me ha vencido y sólo deseo seguir así indefinidamente, con el pensamiento detenido y escuchando la noche. Tiene una magia especial la noche veraniega en pleno campo, junto a mi jardín. Es también la sensación de estar integrado en ese preciso momento en el mundo animal y vegetal del entorno, formando un todo con ellos, con las plantas, los árboles, la hierba; y también con los pájaros, insectos, reptiles y mamíferos que pululan ahí afuera a pocos metros y con los que me siento solidario.
Pertenezco a este mundo y no al aséptico del asfalto. Siempre quiero volver a unirme con él, buscando refugio de la presión del vivir urbanita.
Ahora una claridad apunta por la ventana, es la luna en cuarto creciente. Entonces me acuerdo de los versos bellísimos de la Mondnacht (noche de luna) del poeta Joseph von Eichendorff, una de las perlas de la lírica alemana.
Mentalmente intento traducirlos del alemán, pero nunca es lo mismo:
"Era como si de pronto el cielo
a la tierra besase sigiloso,
para que ella soñase así con él
desde su bello resplandor florido.
Cruzaba el viento los campos,
dulce se mecía el trigal,
tenue el murmullo del bosque,
clara la noche de estrellas.
Y mi alma desplegó entonces
sus extensas alas ampliamente,
se echó a volar sobre las tierras calmas,
como si volara de regreso a casa. "
Al igual que el poeta, yo también siento mi espíritu volando y como transportado en armonía con la tierra, los campos y, más allá, el mar. Es un instante del placer de vivir, sólo estar en el presente, sin pasado ni futuro, sin pensar, sin sufrir, sin desear. Uno de los breves y escasos momentos sin esperanza alguna, porque estoy suspendido en el tiempo y mi cuerpo y mi mente se ofrecen desnudos a la noche.
La ausencia de esperanza es una chispa fortuita en medio de la existencia siempre enganchada a ese sentimiento que nos acompaña y parece que no nos quiera abandonar. Es como si tratáramos de vivir en condición de futuro, y con el paso del tiempo, cuando el futuro va mermando hasta acabar en presente, la adicción a la esperanza ya sólo se arrincona en la de la virtud teologal, aquella que nos enseñaron formando un trío, junto a la fe y la caridad.
En cuanto yo salga de mi breve ensoñación nocturna y campestre, volveré de nuevo al círculo de la esperanza, una vorágine concéntrica de la que no puedo desprenderme.
"Tengo la esperanza de que un día se haga justicia."
"Espero que vendrá el reino de Dios y disfrutaremos la vida eterna."
"Espero curarme de mi enfermedad y recuperar mi salud."
"Espero ganar estas oposiciones y que me den pronto una plaza."
"Espero que mañana haga buen tiempo y espero que mi cliente me pase un buen pedido."
"Tengo la esperanza de que ella me corresponda y quiera hacer el amor conmigo."
"Espero no resultar demasiado pesado."
"Me aferro a la esperanza, que es lo último que se pierde."
¿La esperanza es un deseo?
Se asemejan mucho ciertamente, pero la esperanza comporta que se haga realidad algo posible y en el futuro. El deseo es más estático y puede no referirse a algo posible o factible, ni siquiera entraña futuro; está en nosotros y puede ser fugaz, puede también transformarse en esperanza. La esperanza es un sentimiento que nos releva del presente y nos tiene suspendidos en una especie de ingravidez del futuro. Y no hay manera de que podamos vivir, sin estar continuamente esperando algo.
Pienso que sería extraordinario que supiésemos conseguirlo.
Por eso, cuando en una cálida noche estival junto al campo me olvido un rato de la esperanza, soy como el prisionero que furtivamente logra desatarse de sus ligaduras.