Suelo ir con cierta frecuencia a un cajero automático de La Caixa que queda cerca de mi casa. Y lo hago temprano, sobre las 8 de la mañana. Allí me lo encontraba cada semana, a lo largo de muchos meses. Dormía envuelto en una manta raída, en un rincón del espacio donde se ubican los cajeros. A un lado la puerta de acceso desde la calle; a pocos metros otra puerta, que daba entrada a la oficina bancaria propiamente dicha. Sentí curiosidad y cierta compasión desde el primer día que le vi. Era un hombrecillo menudo y demacrado, como de unos cincuenta años.
Vestía una especie de levita casi decimonónica y pantalones vaqueros desgarrados, de los de verdad. Calzaba zapatillas de fieltro a cuadros y lo que más me impresionaba era su mirada, como perdida en la lejanía de un enfoque distante, más inexpresiva e indiferente que triste.
Luego supe que se llamaba Apolonio Roquetas, porque un buen día le abordé y le hablé.
Junto a su petate tenía siempre un enorme carro de esos que se usan en los supermercados o en los aeropuertos. El carro estaba lleno a rebosar de trastos varios: ropas, toallas, zapatos, cartones, periódicos, sartenes, ollas, almohadas, mantas. Era el carro de un mendigo “drapaire” o trapero, su casa a cuestas. Cuando abandonaba su dormitorio de La Caixa, siempre lo hacía empujando ese carro por la calle, Dios sabe para qué y para dónde.
Todos tenemos días en que nos sentimos desgraciados e infelices, pero cuando me topaba con Apolonio, ese sentimiento se trocaba en vergüenza y conciencia de mi condición de privilegiado.
– Cuéntame, Apolonio, ¿por qué estás aquí, qué hacías antes y a qué te dedicas ahora? –
– Mire Señor, si vivo aquí es porque no tengo donde caerme muerto, como Ud. puede suponer. Hace años yo tenía una profesión y un trabajo, pero todo lo perdí. Yo quería ser informático, pero suspendí todas las pruebas y nunca me admitieron, porque además bebia. Así que me metí como cortador en una empresa que fabricaba corbatas. –
– ¿Y qué te pasó en la corbatera?
– La empresa se vino abajo, porque se juntó la crisis económica con la crisis de la corbata. Como Ud. sabe, el uso de la corbata va tan a menos, que se tuvo que cerrar. Yo además fui de los primeros despedidos, por mi dependencia alcohólica. Luego vino todo a la vez: el paro se me acabó, me desahuciaron del piso, me emborrachaba y nadie me daba trabajo. He logrado superar bastante el alcoholismo y me mantengo mendigando a ratos y vendiendo algunos de mis trastos en los mercadillos por cuatro chavos.-
– ¿Para qué llevas tantos periódicos viejos en tu carro?
– Mire Ud., me sirven para estar informado. Con retraso, pero informado. Y por lo que leo, me parece que el mundo se ha vuelto loco. Todos los gobernantes son un hatajo de corruptos hipócritas. Dicen buscar la paz de los pueblos con una mano y con la otra se dedican a venderles armas cada vez más sofisticadas y mortíferas. A veces llego a pensar que esta vida de marginado social que llevo, después de todo me permite vegetar sin sobresaltos hasta que me muera un día y me aleje así definitivamente de esta especie humana a la que detesto pertenecer.-
– Hombre, Apolonio, comprendo que tus circunstancias te hayan hecho caer en el pesimismo. Pero sigue habiendo mucha gente de bien en el mundo, gente que se desvive por ayudar a los demás. Quizá algún día te encuentres a alguien así y te hará cambiar de visión. Sin embargo, coincido contigo en tu crítica de la venta internacional de armas. Es un escándalo gigantesco y demuestra que el poder y el dinero priman sobre los principios y la ética.
Ojalá algún día los principales países del mundo cesaran en este comercio criminal, eso si antes no nos hemos destruido ya todos con esas mismas armas que tanto enriquecen a los poderosos. Los Estados Unidos acaparan la parte del león del comercio internacional de armas. Un país que se rige por una democracia, que dice creer en Dios en su propio escudo nacional y en su moneda, y que por otra parte sigue vendiendo libremente armas de fuego a sus ciudadanos. Rusia le sigue de cerca en esa senda de la fabricación y venta de armas. Y en nuestra pacífica y democrática Europa países como Alemania, Francia y Reino Unido le van a la zaga. Reconozco que es para caer en un cierto fatalismo.-
– Me alegra que piense así, Señor. A lo mejor si no existiera Internet, no se habría multiplicado tanto esta lacra.-
Mucho tiempo después, recordé especialmente esta conversación con Apolonio Roquetas. Aunque a ésta le siguieron muchas otras sobre temas diversos y a mí me maravillaba la agilidad mental de aquel desgraciado y su actitud rebelde y resignada a un tiempo. Era como si se dejara llevar dócilmente por una corriente de soledad, rechazo social y crueldad, que sólo podía ir empeorando para él.
Cierto día, al pasar por delante de la oficina de La Caixa, me llamó la atención la presencia de varios coches de policía estacionados frente a la entrada y pude ver movimiento de agentes de uniforme que entraban y salían continuamente.
Pensé en Apolonio, pero como ya era más tarde y a esa hora él ya habria salido empujando su carro, no le dí más importancia y pasé de largo. Sin embargo, al día siguiente fui de nuevo al cajero temprano para sacar algún dinero y Apolonio había desaparecido con su casa a cuestas. La cosa me intrigó, por lo que repetí mis visitas al cajero en los días siguientes y así a lo largo de toda una semana. Ni rastro de Apolonio.
Pensé que, como todos los mendigos, su naturaleza nómada le habría llevado a mudarse a otro cajero o quien sabe a dónde sino. De modo que desistí de investigar y empecé a olvidar a Apolonio.
Hasta el día en que se me ocurre pedir un crédito personal en esa misma oficina de La Caixa. Me recibe el director en su despacho, le conozco hace años y tenemos amistad. Le explico cuáles son mis necesidades de financiación y le planteo el importe que necesito y mi plan de amortización. Hablamos un rato y me informa de las condiciones, del interés y de los trámites necesarios, que no supondrán un mayor problema. Pero me pide algo de paciencia, porque la respuesta se puede demorar algo más de lo normal.
– Mira, Antonio, – le digo – el tema me corre cierta prisa. Tratándose de un importe no muy elevado, como el que te estoy pidiendo, no entiendo por qué tiene que tardar tanto. Tú conoces mi solvencia y nunca he fallado en mis obligaciones con vosotros.-
– No se trata de ti, Jaime, por supuesto que no. De hecho te adelanto ya que puedes contar con el crédito. Pero la tramitación se nos ha ralentizado por un problema interno informático, que puede quedar resuelto en un mes.-
– Caramba Antonio, con la informática hemos topado. Parece que habéis encontrado en ella al chivo expiatorio ideal, la excusa que justifica cualquier anomalía. En confianza, no me cuentes películas y dime qué está pasando, si puedes.-
Antonio, el director, esboza una sonrisa y se mueve inquieto en su sillón giratorio de cuero.
– Bien, Jaime, me has cazado. Te voy a hacer una confidencia, pero quiero tu palabra de honor de que mantendrás reserva absoluta. Sino me podría costar el puesto.
– Tienes mi palabra de que seré una tumba, Antonio.-
– De acuerdo. Resulta que tenemos todos los ordenadores de esta oficina precintados por la policía. Para los asuntos del día a día nos han permitido usar unos ordenadores provisionales, con un programa temporal. Pero esos no sirven para los temas que han de pasar por la Central.-
– ¿Tiene lo que me dices alguna relación con la presencia de la policía de hace unas semanas frente a vuestra oficina?
– Por supuesto, Jaime, tiene toda la relación. Ese día irrumpe la policía de sopetón a las 8:30 de la mañana. Lo primero que hacen es detener al mendigo que dormía aquí todas las noches y se lo llevan esposado. También detienen a uno de nuestros empleados y a continuación hablan conmigo y precintan todos los ordenadores. Superado el susto inicial y gracias a mi amistad con un comisario de policía de la Jefatura Central, me entero semanas después de esta historia.
El mendigo, un tal Apolonio Roquetas, ha resultado ser un experto informático y “hacker” para más señas. Estaba en combinación con el empleado al que detuvieron, que le facilitó la llave para entrar en la oficina y todas las claves para entrar también en nuestros ordenadores. De modo que este tunante – al parecer un profesional de lo más sofisticado – se introduce por las noches en nuestra oficina y a través de nuestra red informática internacional logra penetrar en los ordenadores de una de las mayores fábricas de armamento de Estados Unidos, donde descubre, copia y transmite un montón de información sobre los sistemas más modernos de armamento de USA. Al parecer lo descubren, porque con ayuda de la Interpol identifican a su contacto en Barcelona, un ruso llamado Boris Aristov, que es quien canta y les revela todo lo demás.-
– ¿Y qué se ha hecho de Apolonio?
– Pues, según mis informaciones confidenciales, parece que lo reclamó el FBI, lo extraditaron a Estados Unidos y allí lo están interrogando y será sometido a juicio. En cuanto al ruso Aristov, no lograron sacar nada en claro aquí y cualquier pista que le vinculara con el gobierno ruso o con el armamento de Rusia se ha perdido inexplicablemente.
Me levanto aturdido de la butaca del despacho de Antonio y me despido. Al contacto del aire fresco de la calle y del bullicio del tráfico puedo poner de nuevo en un cierto orden mis pensamientos. Pero hay uno, un interrogante, que priva sobre todos los demás:
¿Es posible encontrar en este mundo algo o alguien en quien confiar?