Se supone que debo confesar algo y no sé qué es en este momento. No sé si debo confesarlo porque es algo de lo que debería arrepentirme y es mejor que me libere de ello, o si simplemente conviene que se lo diga a mi padre, para que no haya barreras ni muros de silencio entre nosotros. Aunque no me arrepienta de lo hecho y aunque no tenga conciencia de culpa. Claro que en ese caso se trataría de una confidencia, más que de una confesión.
Es curioso el tema de la confesión. Parece que va unida a la idea de pecado y ocultación. Si no hay ocultación de un pecado, no puede haber la catarsis de una confesión. Es como si la confesión fuera la antesala de la expiación, el requisito previo. Aunque no siempre es así. Puede haber expiación sin confesión, al menos sin confesión hacia fuera, hacia un tercero o terceros. Es el contraste entre la confesión religiosa católica, convertida en sacramento con referencias evangélicas, y la confesión para dentro, intimista, de los protestantes. Según ellos, uno se confiesa ante Dios y no hacen falta intermediarios.
En cualquiera de los dos supuestos debe haber una confesión y esto es tan antiguo como la historia humana. ¿Por qué esa continua y perseverante insistencia en la necesidad de confesar? Incluso los no creyentes saben que existe en todos una conciencia moral y si actuamos en contra de ella, se produce un desequilibrio (pecado en la terminología religiosa) que es preciso conocer y luego asumir. Y para asumirlo hay que formularlo con toda crudeza, bien ante uno mismo, bien ante el prójimo. El llamado examen de conciencia frente a la descarga emocional, cuando se expulsa al exterior y con interlocutores.
Como somos animales sociales y sólo podemos vivir en colectividad, entiendo la razón de la confesión católica, que se impone como un deber y un instrumento de purificación automática, previo arrepentimiento. Pero el arrepentimiento es un sentimiento muy volátil, fácilmente convertible en autoengaño para acceder al perdón. Como el niño que confiesa compungido que ha robado un caramelo en la tienda de la esquina, porque necesita imperiosamente el perdón de papá.
En todo caso me da la sensación de que la confesión católica está instituida por razones prácticas, más que espirituales. En efecto, es más fácil contarle al cura tus pecados sin más elucubraciones, que contártelos a ti mismo en un proceso de reflexión y autoanálisis, para el que muchos no están ni capacitados. Y aunque lo estuviesen, probablemente tenderían a encerrarse en sí mismos y a no comunicarse con los demás en lo concerniente a su confesión introspectiva.
Mientras que el católico lo tiene claro: el cura, como intermediario, le concede el perdón y le ordena unos rezos de penitencia, tras lo cual se siente liberado por un tiempo. Luego volverá a pecar, pero es como partir de cero.
A pesar de la incuestionable utilidad de esta catarsis católica de la confesión, como medio para soltar el lastre de nuestros agravios sin tener que procesarlos en la intimidad solitaria de nuestra conciencia, el hecho es que una buena parte de la Humanidad no se confiesa ante terceros. Quitando a los que confiesan delitos o faltas en instancias policiales o ante tribunales, la inmensa mayoría restante de las diversas culturas o religiones del planeta se apunta a la introspección y al “confesionario” de su propio yo.
Uno tiende a pensar que sería preferible que no fuese así, porque confesar ante terceros fomenta la comunicación entre los humanos y esto no sólo es conveniente, sino que es necesario para lograr una convivencia equilibrada. ¿Quiere esto decir que los católicos se comunican por ello más y mejor que el resto de creyentes y no creyentes? A eso se me ocurre responder que es muy posible que la cultura católica lleve a sus seguidores a comunicarse más. Sin embargo no necesariamente a comunicarse mejor. Porque la calidad de la comunicación depende mucho de la sinceridad y la autenticidad.
Y para ello se requiere un determinado grado de reflexión y de escudriñar la conciencia moral, que bien es cierto que precede a la comunicación. En la cultura católica, tendente siempre a prefigurar los raíles por los que habremos de deslizarnos, existe pues el peligro de que nos dejemos llevar por los cauces establecidos y absolvamos la confesión sin suficiente autenticidad y sinceridad.
Ahora bien, un judío, un musulmán, un budista o un luterano tampoco tienen la garantía de la transparencia consigo mismos, por el hecho de pertenecer a su religión respectiva. Estarán igualmente obligados a la reflexión y a la toma de conciencia que les ha de llevar al arrepentimiento. Y esto lo da la educación y la cultura, mucho más que el credo religioso.
Al fin y al cabo, el verdadero objetivo de toda confesión es ayudarnos a mejorar como personas, al conocernos a nosotros mismos cada vez mejor. Y para eso, como para todo en la vida, es indispensable la inteligencia emocional que nos oriente por la vía serena del equilibrio entre la ausencia de escrúpulos y el exceso de ellos.
Ni el puritanismo, la mojigatería y los dogmatismos intolerantes, ni el liberalismo y el relativismo a ultranza. Los primeros se pasan la vida exigiendo confesiones a los demás y fustigando sus propias mentes con el cilicio de tener que confesar un montón de pecados imaginarios. Los segundos, en cambio, son tan indulgentes consigo mismos, que no entienden que haya algo que confesar.
Mientras sigo dándole vueltas a esto de la confesión, me imagino que tampoco este acto de desahogo humano podría quedar al margen de Internet en un próximo futuro. Ya no queda casi vida fuera de Internet en nuestro tiempo y a lo mejor hasta nuestra conciencia moral nos la tendremos que “bajar” de la Red. Quizá pronto crearán una App de la confesión, en la cual preguntas y respuestas vendrán ya tan estructuradas y predigeridas, que resulte lo más fácil y conveniente seguir con docilidad lo previsto en la web. De modo que ya haremos dejación total de nuestra propia conciencia y nos vaciaremos sin saber si nos arrepentimos o no.
Quizá sólo nos arrepintamos de recurrir a Internet y no de lo que confesamos. Y nuestra comunicación será como la de las redes sociales: multitudinaria, aséptica, distante y todo menos social.
Ahora recuerdo que tenía pendiente confesar algo a mi padre. Así que me dirijo al cementerio, porque él ya hace años que murió. De modo que mi confesión quedará dentro de mí. A menos que pueda oírme…