Nací en 428 a.C. y morí en 347 a.C. Por eso mi vida es igual al cuadrado de las nueve musas, lo cual resulta un símbolo de mi apego a las matemáticas y a la vez de mi vinculación total con las artes, el pensamiento y la sabiduría. La Academia de filosofía que fundé sólo admitía alumnos proclives a la ciencia matemática y a la física, además de las disciplinas metafísicas o especulativas. De ahí que toda mi obra, en gran parte inspirada en las enseñanzas de mi maestro Sócrates, es un continuo filosofar sobre la mente humana y el misterio de la razón, más allá de los fenómenos físicos y las pasiones que nos circundan.
Ahora, casi 2500 años desde mi tiempo, se han podido por fin medir las ondas gravitatorias, que están por todas partes y no sólo en los dos gigantescos agujeros negros que colisionaron y se engulleron el uno al otro. De haber sabido todo esto entonces, os aseguro que habría influido en mis reflexiones, aportando seguramente datos más precisos y comprobables sobre lo que yo escribí, basándome en los conocimientos socráticos y en mi propia intuición.
El análisis de la naturaleza humana y del comportamiento de los hombres y mujeres en su hábitat social, me llevó a dedicar uno de mis diálogos más conocidos – La República – a proponer un sistema de gobierno adecuado para facilitar el mayor bienestar y la justicia a los pueblos.
Para ello abjuré de la democracia, que había prevalecido en Atenas en la época de Pericles, porque el poder en manos del pueblo ignorante y sacudido por sus pasiones fue el culpable de la muerte de Sócrates y tal aberración me llevó a buscar otras formas de gobernar. Y así construí todo un sistema, que con la óptica de hoy seguramente se verá como utópico, después de la Revolución Francesa y de la implantación de la actual democracia parlamentaria o representativa.
Mi propuesta es una teoría, pero no hay nada más práctico que una buena teoría. Y a la vista de las muchas lacras de la democracia actual, que me recuerdan las de la democracia de mi tiempo, yo pretendí que en vez de ser la menos mala de las formas de gobierno, la mía pudiera ser la menos peligrosa y la más justa. El caso es que todos los políticos se llenan la boca de fe democrática y magníficos propósitos; sin embargo en la práctica se apuntan a muchas de las cosas que yo dije, aunque se quedan a medio camino y entonces mis recomendaciones se tornan vicios, por incompletas.
Veo lo que pasa en España, tras las últimas elecciones generales, y estoy por presentarme a la próxima investidura. Porque yo escribí que el gobierno perfecto debe reunir cuatro cualidades: la sabiduría, la valentía, la moderación y la justicia. Y por lo que veo en los aspirantes a gobernar, sólo enzarzados en el rompecabezas de llegar a acuerdos sin ceder nada, las cualidades que mencioné brillan por su ausencia.
No hay sabiduría para anteponer el bien general. No hay valentía para impulsar las reformas necesarias. No hay moderación para saber transigir y situarse en la piel del otro. No hay justicia, por priorizar intereses particulares y ambición de poder.
En La República distingo tres clases sociales, la inferior formada por los trabajadores manuales, la intermedia de los guerreros guardianes y la superior de los dirigentes filósofos. Pues bien, son éstos, los filósofos, los que deben estar formados para alcanzar la visión intelectual del bien absoluto y el límite extremo del mundo inteligible. Como provienen del grupo de los guerreros guardianes, al final queda una clase superior de guardianes y filósofos que dirige y una clase inferior de productores para abastecerlos.
Esto sigue siendo así hoy día, salvo que la clase dirigente no es sabia, no tiene formación filosófica y sobre todo no está desprovista de posesiones e intereses. Yo concebí que los gobernantes se rigieran por un régimen de comunismo integral sin propiedades, para evitar el amor por la riqueza, que es la causa de muchas injusticias. Su educación debería estar controlada por el Estado e incluiría la dimensión intelectual para hacerles llegar a la verdad, que se encuentra tras las falsas apariencias.
Es decir, que en mi visión había que formar especialistas en el arte de gobernar, para llegar al arte de la filosofía antes de tratar a los hombres y conducirles a su bien. La justicia y la felicidad del pueblo son secuelas del conocimiento filosófico del gobernante. Por eso yo preconicé como forma de gobierno la aristocracia, o gobierno de los mejores, en vez de la democracia. Y para conseguir que todos los grupos acepten su posición llegué a escribir que sólo a los gobernantes pertenece el poder de mentir, a fin de engañar al enemigo o a los ciudadanos en beneficio del Estado. Es evidente que todos se han apuntado a esto último, claro que fuera del contexto en el que yo lo situé.
Porque yo no creo que la solución de la fidelidad y fiabilidad del poder público consista en que el poder sea ejercido por la sociedad misma o por el pueblo. La evolución histórica posterior introdujo los sistemas representativos y la división de poderes, lo cual parece invalidar mi propuesta de crear un cuerpo especializado de ciudadanos que desempeñan las funciones directivas del Estado, con abolición de la propiedad y hasta de la familia sólo para ellos.
Reconozco la dificultad de implantar mi esquema. Pero la realidad actual no me resulta convincente. Se podrán medir las ondas de atracción gravitatoria del universo, pero ahora también la intensidad de la atracción magnética del dinero, del poder financiero, de las multinacionales. Estas fuerzas gravitatorias mueven a los gobernantes más que el bien común. Son corrientes poderosas que fluyen por debajo de los votos populares y de los partidos. Convierten a los gobernantes en una casta, pero no en la casta de filósofos sabios, especialistas y desposeídos que yo imaginé.
Veo que en España todos hablan ahora de regeneración democrática. Pero la primera condición para conseguirla sería que los partidos no actuaran como tales, sino como academias para formar a los mejores, que deberían acreditar una vocación casi religiosa. A lo mejor entonces el detector de ondas gravitatorias que se les aplicase podría acercarse a cero.
Antes de retirarme de nuevo al limbo de los clásicos imperecederos, del que me escabullí fugazmente, me gustaría recomendar a los políticos españoles que busquen a un sabio pensador como yo, para encabezar el futuro gobierno y que éste incluya en el mismo a los mejores, al margen de las listas y las estructuras ideológicas de los partidos.
Que formen un gobierno aristocrático, en el sentido griego de la palabra.