Era un sueño, probablemente. Entré en una galería de espejos cóncavos y convexos. Pero además de la mía se agolpaban las imágenes y las voces de varios personajes, entremezcladas, achatadas, dilatadas, hablando, declamando, desgarradas, abigarradas. Del techo colgaban versos y trozos de sonetos del Fenix de los Ingenios, que cada uno agarraba y hacía suyos, se los tragaba y luego regurgitaba con gran placer. Porque comprendían que nada es nuevo, que la vida es un círculo, un carrusel que no cesa de girar.
Veo entre ellos a Rajoy con cara de circunstancias, y bizqueando nervioso me dice que
“entro en mí mismo para verme y dentro
hallo ¡ay de mí! con la razón postrada,
una loca república alterada,
tanto que apenas los umbrales entro.”
Su imagen desaparece de repente y emerge el rostro enflequillado de Puigdemont, que con una mueca de amor por Cataluña se pone teatral:
“oh ley cruel, oh injusto desengaño,
¿que aún no quiere que sienta el mal que siento?
¿qué honor puede quitar mi entendimiento?
con cuyos versos mi esperanza engaño.
Mandarme que no quiera es la violencia
mayor que puede hacer a mi sentido,
y en presencia del bien sufrir ausencia,
que estando como estoy de amor perdido,
aumentará el amor la resistencia,
que para largo amor no hay breve olvido.”
En éstas veo de nuevo la barba de Rajoy, la boca prieta y el gesto burlón repetido en los espejos, como diciendo:
“oh lágrimas de amor, dulce violencia,
oh llanto poderoso, oh fuerte encanto,
oh sirena fingida, a cuyo canto
calla el rigor y duerme la prudencia.”
A uno de los cóncavos se asoma la imagen de Pujol octogenario, al que le suelto:
“cuando me paro a contemplar tu estado,
y a ver los pasos por donde has venido,
me espanto de que un hombre tan perdido
a conocer su error haya llegado.”
Y él me contesta sin vacilar:
“cuando miro los años que he pasado,
la divina razón puesta en olvido,
conozco que piedad del cielo ha sido
no haberme en tanto mal precipitado.”
Entonces se entromete otra vez Rajoy, encarándose con Puigdemont, que se adelgaza tres lunas más allá, no sé si en retirada o agazapado para el salto definitivo. “¿Qué se le ofrece, Presidente?” inquiere Puigdemont. Rajoy contesta inspirado:
“¡oh pasos esparcidos vanamente!
¿qué furia os incitó, que habéis seguido
la senda vil de la ignorante gente?
Mas ya que es hecho, que volváis os pido,
que quien de lo perdido se arrepiente
aún no puede decir que lo ha perdido.”
Puigdemont suelta una risotada, pero aparece detrás de él Rivera y la sonrisa se le hiela.
“La virtud, como el arte, hallarse suele”, dice el de Ciudadanos,
“cerca de lo difícil, y así pienso,
que el cuerpo en el castigo se desvele.
Muera el ardor del apetito intenso,
por que la voluntad al centro vuele,
capaz potencia de su bien inmenso.”
Como les veo a todos enfrentados y ni siquiera saben hablar sin agredirse,
“yo dije siempre, y lo diré y lo digo,
que es la amistad el bien mayor humano,
mas ¿qué español, qué griego, qué romano
nos ha de dar este perfecto amigo?
Alabo, reverencio, amo, bendigo
aquel a quien el cielo soberano
dio un amigo perfeto, y no es en vano,
que fue, confieso, liberal conmigo.
Parece que me oyó la voz que nos guía, el espejo devuelve su sotana blanca y su desencanto le sale espontáneo, más humano que su fe, a la que parece ignorar en este instante.
“No puede durar el mundo”, dice Francisco,
“porque dicen, y lo creo,
que suena a vidrio quebrado
y que ha de romperse presto.”
Y remata Francisco con lucidez:
“Dijeron que antiguamente
se fue la verdad al cielo,
tal la pusieron los hombres
que desde entonces no ha vuelto.”
En medio de esta confusión de imágenes en la galería de los espejos de mi sueño, y como si escaparme quisiera, se me abre entonces una visión del campo, que se refleja como un bálsamo en mi mente. Una voz, que no acierto a identificar, me susurra al oído:
“en las mañanicas
del mes de mayo
cantan los ruiseñores
retumba el campo.
En las mañanicas,
como son frescas,
cubren ruiseñores
las alamedas.
Ríense las fuentes
tirando perlas
a las florecillas
que están más cerca.”
Pedro Sánchez me saca de mi ensoñación. Le veo puño en alto y exultante. Muchos espejos atrás, Rajoy le contempla disgustado y temeroso. Como aún no lo ha felicitado, me imagino la inquina de Pedro, triunfalista, y le oigo declamar sañudo:
“A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos.
Entiendo lo que me basta,
y solamente no entiendo
cómo se sufre a sí mismo
un ignorante soberbio.
De cuantas cosas me cansan,
fácilmente me defiendo,
pero no puedo guardarme
de los peligros de un necio.
Él dirá que yo lo soy
pero con falso argumento,
que humildad y necedad
no caben en un sujeto.”
Al oir esta perorata aparece la cabeza blanca de Felipe González, que siempre quiere meter baza:
“Señales son del juicio
ver que todos le perdemos,
unos por carta de más
otros por cartas de menos.”
“Así se habla” dice de repente Montoro, asomando calva. Y dirigiéndose a Junqueras, cuyo corpachón ocupa varios espejos, le espeta:
“Sin libros y sin papeles,
sin tratos, cuentas ni cuentos,
cuando quieren escribir
piden prestado el tintero.”
Junqueras, emocionado y desesperado, se pone a escribir una carta al Rey, a ver si interviene in extremis:
“Quiero escribir y el llanto no me deja,
pruebo a llorar y no descanso tanto,
vuelvo a tomar la pluma y vuelve el llanto,
todo me impide el bien, todo me aqueja.”
El Papa Francisco vuelve a intervenir, no sé si afectado por el llanto de Junqueras, y sus palabras son un consuelo para todos:
“Quien no sirve, ni ama,
ni teme, ni desea,
ni pide ni aconseja al poderoso,
y con honesta fama
en su aumento se emplea,
sólo puede llamarse venturoso.
¡Oh mil veces dichoso
quien no tiene enemigo
y todos le codician por amigo!”
Apenas calla el Papa católico, antes de que se apague el eco de sus palabras, veo a Angela Merkel, papisa protestante, acosada por Donald Trump, que esgrime su sonrisa displicente de perdona-Europas.
“Cayéronsele a Europa de las faldas”, recita Merkel,
“las rosas al decirle el toro amores,
y ella con el dolor de sus guirnaldas,
dicen que lleno el rostro de colores,
en perlas convirtió sus esmeraldas,
y dijo ¡ay triste yo, perdí las flores!”
Pero falta por salir el comunista, que estaba al fondo acurrucado sin ser visto, y creía compatible su acerada ideología con su burguesa inclinación por la Montero. Los dos se arrullaban, cuando
“sentado Pablo estaba al pie de Atlante,
enamorado de la luna hermosa,
dijo con triste voz y alma celosa:
en tus mudanzas ¿quién será constante?
ya creces en mi fe, ya estás menguante,
ya sales, ya te escondes desdeñosa,
ya te muestras serena, ya llorosa,
ya tu epiciclo ocupas arrogante.
Ya a los opuestos peperos enamoras
y me dejas muriendo todo el día
o me vienes a ver con luz escasa.
Oyóle Irene y dijo ¿por qué lloras
pues amas a la luna que te enfría?
¡ay de quien ama al sol que solo abrasa!”
Mi sueño toca a su fin y todos los personajes buscan al autor. Él no aparece, pero sí sus versos, que dan una pista sobre su profundo escepticismo. Su mensaje es intemporal, una sacudida a nuestro mundo hedonista.
“Si culpa el concebir, nacer tormento,
guerra vivir, la muerte fin humano,
si después de hombre, tierra y vil gusano,
y después de gusano, polvo y viento;
si viento nada y nada el fundamento,
flor la hermosura y la ambición tirano,
la fama y gloria, pensamiento vano,
y vano en cuanto piensa el pensamiento.
¿Quién anda en este mar para anegarse?
¿de qué sirve en quimeras consumirse,
ni pensar otra cosa que salvarse?
¿De qué sirve estimarse y preferirse,
buscar memoria habiendo de olvidarse,
y edificar habiendo de partirse?”