no busques el secreto del destino,
porque aún nadie ha descubierto
ni descifrar podrá este enigma incierto.”
(Versos del Diván de Hafez, poeta persa del siglo XIV).
Me encontraba deslumbrado en el jardín que circunda el mausoleo de Hafez, en Shiraz, la antigua capital de Irán. Rosas, rododendros, cipreses, pensamientos, canalillos de agua cristalina, estanques rectangulares revestidos de azulejos verdes y surcados de fuentes que expulsan agua a suaves borbotones, alineadas en el centro de extremo a extremo.
Bajo la cúpula sostenida por columnas de mármol descansa el poeta nacional de Irán, venerado aún hoy por todo el pueblo, viejos y jóvenes, que visita su tumba, recita sus versos y se reconoce en ellos.
Veo la gran losa de alabastro, cuajada de versos escritos en farsi con los mismos caracteres árabes que trajeron los invasores musulmanes en el siglo VII y que todavía usan para escribir en su propia lengua persa.
Hay un ambiente de serenidad y gran belleza, bajo un sol implacable de abril a 33 grados. Me alegro de haberme dejado olvidados los prejuicios sobre el Irán de los ayatolás en un cajón de mi escritorio en Barcelona.
Me alegro de comprobar que éste es un país de 80 millones, donde cabe tres veces España, con un legado cultural impresionante y con una vitalidad que el régimen teocrático instaurado tras la revolución islámica en 1979 no ha logrado sofocar.
Los jóvenes estudiantes de las universidades aspiran a la libertad y rechazan el sistema que les oprime, con su empeño en islamizar la vida pública y la privada, con su obsesión por mantener y reforzar antiguas tradiciones, para tapar a la mujer y sustraerla a las miradas libidinosas del hombre. Muchas de ellas aceptan estas normas por su educación y por su fe musulmana, que es parte de su identidad.
Por eso el país está lleno de mujeres vestidas enteramente con hábitos negros, que recuerdan a nuestras monjas de los años franquistas. Las hay de todas las edades. Las jóvenes lucen sólo el óvalo descubierto de su cara, pero muy maquilladas, con las cejas negras pintadas y pestañas postizas. Son guapas y llevan uñas de manos y pies pintadas.
Si algún día la república islámica se convirtiera en república a secas, probablemente muchas de estas mujeres seguirían aferradas a su tradición, aunque respirasen mayor libertad. Porque su aspiración principal no es la de quitarse el pañuelo o el shador, sino la de la libertad de expresión y la de la democratización del sistema.
Por otra parte, frente a la opresión y discriminación que sufren las mujeres en otros países musulmanes, como Arabia Saudí, Kuwait, Yemen, etc. las iraníes tienen acceso a los mismos trabajos que los hombres y sólo sufren discriminación para cargos públicos, que controla el régimen de los clérigos.
Quizá todo esto tenga algo que ver con el hecho de que los iraníes son muy mayoritariamente chiitas y la rama chiita del Islam siempre ha sido más abierta, flexible y menos fanática que la rama sunita. Esto explicaría también que los terroristas yihadistas sean todos sunitas, como los del Estado Islámico.
En todo caso, recorriendo el país y sus ciudades más emblemáticas (Shiraz, Jazd, Isfahan, Teheran) me he visto literalmente sobrecogido por la magnificencia de las gigantescas ruinas de Persepolis (siglo VI a.C.), las imponentes tumbas de los reyes Darío el Grande, Jerjes y Artajerjes, excavadas en la escarpada pared de una montaña en el desierto, y el panteón de piedra color miel en Pasargad, donde yace Ciro II, el fundador de la dinastía de los Aqueménidas, que hizo de Persia, 600 años antes de Cristo, un vastísimo imperio mucho mayor que el posterior imperio romano.
En aquellos tiempos lejanos la religión del país era la del profeta Zoroastro, hasta que las invasiones árabes del siglo VII d.C. casi la borran del mapa y entra la marea islamizante, que pasa a ser consustancial con la cultura y el arte de Irán hasta hoy. Pero aún así, se trata de una islamización peculiar, la del chiismo iraní, que bebe también de las fuentes del zoroastrismo, religión monoteísta que adora al dios Ahura Mazda.
Los palacios y mezquitas de Shiraz e Isfahan son de una belleza indescriptible, una sinfonía de millones de azulejos de reflejos azules y oro, donde se encuentran los arabescos, las flores y los pájaros con las suras del Corán.
Teherán, la capital, es una megalópolis de 15 millones de habitantes, abigarrada y caótica pero limpia y sin mendigos. Su famoso bazar, de varios kilómetros de callejones, bulle a todas horas de miles de tiendas y cientos de miles de visitantes y compradores. En él parece que se gestó la inquina contra el Sha y el estallido de la revolución.
¿Y los jardines? En medio del desierto que circunda a ciudades como Shiraz e Isfahan y que se extiende en miles de kilómetros por el altiplano de Irán, surgen de repente los jardines. Son, pues, ciudades-oasis, donde se diría que la sequía y las tierras yermas les han impulsado a crear esos bellísimos jardines con estanques y fuentes que se alimentan de las nieves de las montañas lejanas, a través de ingeniosos canales subterráneos de hasta 50 kilómetros.
El Islam había nacido en el desierto de Arabia y parece como si las tierras secas de otros territorios fuesen campo abonado para aquella religión. Pero al propio tiempo los que la profesan, construyen una civilización hecha de jardines y murmullos de agua. Como en nuestra casa, en Al Andalus.
Y en ese ambiente hecho del misterio de las mil y una noches, hay desde luego un lugar para el amor y el erotismo, y hay un lugar para el vino.
Pese a la total prohibición de consumo de bebidas alcohólicas impuesta por la revolución islámica, no podemos olvidar que Shiraz fue tierra de grandes vinos (aún hoy da nombre a una cepa famosa), que sin duda deleitaron durante siglos a los musulmanes iraníes. Prueba de ello es la constante referencia al vino en los poemas de Hafez, penetrados de un intenso y delicado erotismo.
pues no será en el cielo donde hallarás el arroyo de Ruknabad
y los jardines de Mossala”
“Si aquella blanca muchacha de Shiraz
conquista mi corazón con su delicadeza,
cambiaría Samarkanda y Bukhara
por el lunar de su rostro.”
Seguro que la lectura del Diván de Hafez no satisface a los ayatolás. Aunque dicen que Hafez conocía el Corán de memoria e incluso podía recitarlo comenzando por el final, no es difícil adivinar su espíritu libre y su sátira frente a la hipocresía de los líderes religiosos de su época. Fue un musulmán Sufí (aspiraba a la unión con la divinidad), pero su fe estaba lejos de la ortodoxia y sus visiones siguen vivas y frescas, encandilando a todos los jóvenes. Por eso los clérigos de la teocracia actual no se han atrevido a tocar su mausoleo.
Dice Hafez: “Escucha mi consejo, los jóvenes darían su vida por el conocimiento, porque este pueblo feliz preste su oído a la sabiduría.”
Pienso que en esta juventud del Irán actual, que no ha conocido más que la república islámica, se está ya incubando el fermento de un cambio que no tardará en llegar. Porque leen a Hafez y porque el aislamiento no es ya posible en nuestro mundo.
Si la América de la CIA y los poderes militares les ha incluido en el “eje del mal” y les ha sometido a un doloroso embargo; si el Tío Sam no puede tolerar que ellos también tengan energía nuclear, porque ellos son el mal y los otros los buenos de la película, entonces los hostilizaremos y frenaremos su necesaria evolución y transformación. Y esa transformación deberá venir desde dentro, preservando su identidad y sus esencias.
A Trump y sus muchachos les vendría bien darse una vuelta por allí.
Concluyo citando de nuevo a Hafez:
Canta con dulzura una y otra vez,
porque el firmamento derramará
un collar de Pléyades sobre tu dulce verso.”