Los ertzainas de la ciudad se reunieron. "Las pintadas de los muros han cobrado vida", aseguraron, "y no sólo las de los nuestros, sino también las de ellos. Ahora se aparean entre sí y se reproducen indiscriminadamente. Es necesario localizarlas y detenerlas".
Todo el destacamento se movilizó con el propósito de cazar pintadas.
Bilbao aparecía impoluto, limpio, con su museo Guggenheim destacado, que reflejaba la mañana, el atardecer e incluso la noche cerrada; su Paseo marítimo, que alguien llamó una vez “Paseo de los cardiacos”, puesto que dicha senda era utilizada por los enfermos del corazón; su palacio Euskalduna, donde algunos días se cantaba ópera o sonaban los acordes de un concierto por todo lo alto, o se veía teatro. Ninguna pintada.
“Están ahí” les había dicho a sus subordinados el jefe de la ertzaintza, “aunque no las veáis están ahí, agazapadas, escondidas, dominan el arte del camuflaje, se ocultan entre las sombras como animales salvajes.” En todo caso, más de un policía pensó que, una vez detenidas, no estaba claro donde meterlas.
Pasaron un par de días hasta que el mito de las pintadas se hizo realidad.
El ertzaina Iker Gaztañaga, fuera de servicio, fue el primero en detectarla, y no pudo creer lo que veían sus ojos.
La pintada se arrastraba por la pared en busca de pareja. Como un borrón de tinta negra acabó envolviendo a otra que erraba también por el muro. "Dios mío", se dijo el policía, "esto es más grave de lo que parece". Ante sus ojos, ambas pintadas se transformaron en una sola, que decía: "Haz el amor y la guerra".