El otro día estaba en la ducha, cuando de pronto asomó una cabeza por entre las cortinas. Como pueden suponer, el susto fue morrocotudo, a pesar de toda la flema inglesa que pueda tener uno reservada para estos casos. Después de respirar hondo y de haberme hecho yo mismo los primeros auxilios, recogiendo mi corazón del suelo de la ducha y volviéndomelo a poner en su sitio, le pregunté a aquél hombre, por simple curiosidad, lo que hacía en mi ducha, porque ya se había colado dentro, a pesar de ir vestido de traje y corbata. “Soy de la SGAE”, me dijo, “y usted estaba cantando La Cucaracha en la ducha sin permiso, señor mío. Así que creo que nos debe una suma.”
Al principio me quedé perplejo, pero, como sucede en estos casos, lo primero que hice fue declararme inocente. “Oiga, no sabía que la SGAE había llegado hasta tal punto. Yo solo la estaba tarareando, ¿entiende?, ta-ra-re-an-do. Y además, no me diga que por La Cucaracha alguien en su sano juicio pagaría algo…”
“Todos dicen lo mismo”, replicó el hombre, “¡Que solo estaban tarareando!, ya, ya… ¡Que no les gusta La Cucaracha!”, y sacó una calculadora en la que se puso a hacer extrañas operaciones. “¿Y si la hubiese silbado?”, pregunté yo. “Entonces habría que considerar que es una versión, señor mío”, dijo el hombre. “Oiga, esto no puede ser…”, me resistí, y añadí, por si colaba: “¿No se le va a estropear la calculadora con tanta agua?”. Pero aquel hombre permaneció inmutable bajo el chorro de la ducha, sorbiéndose de cuando en cuando las gotas que le caían por la cara, y que le hacían una cascada en el mentón.
Parecía ya que cualquier argumento que yo presentase en mi defensa era aceptar una realidad que ya me había condenado, así que opté por otra técnica más cordial, y le dije: “Oiga, ¿y si le interpreto ahora alguna canción mía? Por usted lo hago gratis”. El hombre me miró fijamente, y me espetó: “Muy señor mío, no me tome por idiota, que yo estoy trabajando. Usted estaba interpretando una famosa canción, lo hacía a un nivel comunitario –quien nos dice que no se le oye cantar por el patio interior-, y por ello es usted culpable de tararear, de silbar y de la reproducción por cualquier medio de una composición ajena, que, como todos los artículos de consumo, tiene su precio. Es de cajón.”
Reconozco que aquella vez, pagué. Me salió a un euro la cosa, porque reconocí, después de un breve interrogatorio, que también había cantado bajo la ducha Gavilán o Paloma, de Pablo Abraira, en numerosas ocasiones.
Ahora, cuando canto, lo hago con mucho más cuidado. Cuando le tarareo una canción a algún amigo, miro antes a un lado y al otro de la calle, no vaya a ser que haya alguien de la SGAE acechando, preparado para saltarme encima y decirme lo que le debo. Y es que yo comprendo lo de los derechos de autor, pero creo que se están pasando… De hecho, cuando uso el váter, me da miedo reproducir, con flatulencias, sin darme cuenta, alguna canción de Ana Belén.