Él, que miraba la caja de luz durante todo el día, representaba su papel con cierto histrionismo, adolecía de una época de cien mil años de fantasma, vivía para ver la tele.
Una vez su mujer se lo encontró a altas horas de la madrugada enganchado a los anuncios.
La suya fue una crítica elegante, una voz de señora que le dijo: “También los fantasmas milenarios se van a la cama, cariño. No te quedes hasta tarde”.
Una noche, tardó en desvanecerse su imagen ante el televisor, y sintió la soledad de la noche en blanco, hasta que todo se difuminó y tan sólo quedaron frente a frente él y el aparato.
“Hoy he pasado una fabulosa noche”, se dijo, “gran insomnio en mi salón, pero eso da igual” y se puso a cantar:
He visto en la tele / a Doña Fulana de tal / a una ballena saltando / a un asesino en serio / arrastrándose como un vil reptil / Era una criatura añil / era una criatura añil / He amado en lontananza / a las iguanas verdes / a las iguanas verdes.”
Y por la mañana, el televisor continuaba encendido, y él estaba con las iguanas verdes / con las iguanas verdes. Y su mujer le saludaba en el salón, al otro lado de la pantalla. Y después apagaba la televisión.