Soy el que falta de la lista. Soy el que buscan. Estoy oculto y de momento no me pueden encontrar. Aunque sé que es cuestión de tiempo y acabarán por dar conmigo. Ellos o los míos. Si son ellos, me juzgarán y me encerrarán por mucho tiempo. Si son los míos, me matarán sin contemplaciones y todo se habrá terminado.
En realidad debería inmolarme. Tengo el cinturón de explosivos preparado dentro de mi bolsa de deporte. Ésas son las instrucciones que recibí en Siria. Si lo hago en un local lleno de gente, lleno de enemigos cruzados, mataré a muchos conmigo, pero yo iré al paraíso y ellos al infierno de los infieles. Así me lo enseñaron.
Pero ahora tengo miedo de morir y no lo haré. Sé que estoy traicionando a mi hermano y a todos los demás, sé que soy un cobarde, sé que ellos no me perdonarán si me cogen. De momento sigo escondido y espero.
Y pienso.
No sé qué me está pasando desde que vi morir a esa mujer el día del ataque en el Café Voltaire. Ella era camarera y el día anterior me sirvió un desayuno acompañado de su sonrisa. Era tan alegre y risueña. Aunque yo no le di conversación, ella necesitaba comunicarse y me dijo que cuando tenía turno de día era feliz, porque podía recoger a su hija en el colegio y luego llevarla a casa, darle la cena y acostarla. En cambio mañana viernes tenía turno de noche y no podría hacer todo eso que tanto le gustaba, así que se encargaría su marido, que ponía voluntad, pero que se manejaba mal en la cocina.
Fue mi hermano quien la mató. Yo lo vi y no hice nada. Hemos sido adiestrados para matar infieles sin contemplaciones. Yo era de los mejores durante el curso de entrenamiento en Siria. Nadie, ni yo mismo, puso nunca en duda mi fervor religioso y mi apego a la causa de nuestro Califato. Asistí a varias ejecuciones para endurecerme y comprobé que mi odio superaba todos mis escrúpulos humanos.
Pero la sonrisa y la voz de esa mujer se me quedaron adheridos a la mente. Y cuando vi cómo la ametrallaban, me pareció que me miraba y me reconocía durante una fracción de tiempo, la que va de la vida a la muerte instantánea. Y entonces, en medio del ruido, los gritos y el repiqueteo de los Kalashnikov, pensé de repente en su pequeña y en su marido en la cocina de su casa. Desde que me escapé, esta imagen no deja de acompañarme. Y por primera vez en mucho tiempo he sentido amargura. Y he pensado en mi propia familia y he añorado las caricias de mi madre, a la que abandoné sin más y con total frialdad para ir a enrolarme a Raqqa.
¿Por qué me está pasando todo esto?
Después de meses y meses aprendiendo de memoria las Suras del Corán, después de jurar por el Profeta mi entrega total a la Yihad, mi desprecio y odio a todo lo occidental y mi dedicación a implantar nuestra cultura y nuestra Sharia, aniquilando a los infieles y sacrificando mi propia vida si me lo pidieran, ahora es como si una esquirla de metralla hubiese penetrado en mi cerebro y hubiese dejado paso a la duda y los interrogantes.
Es de noche y desde mi escondite puedo atisbar algo de luna en el silencio y a lo lejos oigo la voz de un locutor de radio, comentando los detalles de nuestro ataque múltiple. Sí, la operación ha sido un éxito total y el mundo de los cruzados está en estado de shock. Ahora habrá que planificar los siguientes golpes, sin desmayar ni un instante, sin piedad, como tampoco la tienen ellos con nosotros. Ésa es mi reacción maquinal, pero enseguida se entromete la duda punzante: si Alá es grande y es nuestro Dios y el de todo el universo, ¿cómo puede querer que odiemos tanto y que matemos en su nombre?
Porque los infieles también son humanos como nosotros, y aunque no conozcan la verdad del Islam, no por eso merecen la muerte. También ellos tienen padre, madre, hermanos, esposa, hijos. Tengo de repente la sensación opresiva de estar profanando algo. No sé si tengo derecho a matar.
Y ahora, después de lo que hemos hecho, tengo miedo a la muerte. Es un sentimiento más fuerte que toda la doctrina que me han inculcado. Pienso en mi hermano, que ha estallado en mil pedazos, en su muerte absurda e inútil. Y en mí y en todos los que creen que aniquilándose, mientras matan a muchos otros, irán a parar al paraíso en la otra vida. Ya no sé si hay otra vida, pero si la hay, ahora me pregunto si matar semejantes merece un premio.
A lo mejor debería entregarme a la policía y afrontar mi castigo. Hace tan sólo unos pocos días mi mente no hubiera podido concebir estas ideas. Pero su voz y su sonrisa, su alegría de vivir, antes de que se las quitáramos para siempre, me han despertado bruscamente de este estado y son como una llamada para la expiación.
Mientras aguardo en mi guarida, ya no sé si mi camino ha de seguir siendo el que elegí tomar un día, o ha llegado el momento de escuchar aquella voz, que quizá es la de mi conciencia …
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