“Son las siete de la mañana. Es jueves, pero eso es del todo irrelevante. No sé por qué, pero de un tiempo a esta parte me despierto todos los días así de temprano, después de haber dormido de un tirón entre seis y siete horas. Mi mujer me dice que tengo suerte por dormir tan bien. No como ella, que padece insomnio crónico intermitente. Así que me deslizo fuera de la cama a oscuras y en silencio, para no despertarla.
Como tengo memorizados los espacios y los muebles del dormitorio, eso me permite salir furtivamente de la habitación en la más completa oscuridad y cerrar la puerta tras de mí sin el menor ruido. En el cuarto de baño echo mano del batín y me dirijo a la cocina, para preparar el desayuno matrimonial. Desde hace muchos años me encargo de esa tarea, que es lo menos que puedo hacer para contribuir a los trabajos domésticos, en los que las mujeres suelen llevar la peor parte.”
Así comienza la novela que ha caído en mis manos recientemente. El narrador, con un estilo sobrio y descriptivo, desgrana paso a paso su vivencia de un día cualquiera de su vida de jubilado. Lo hace con morosidad y recreándose en pequeños detalles, sensaciones, divagaciones aparentemente intrascendentes. Y yo casi puedo percibir su pequeño mundo, el olor del café caliente y humeante sobre la mesa del desayuno, puesta amorosamente en la salita biblioteca de su casa. Veo las tostadas con mantequilla, la mermelada de naranja amarga y la miel espesa, los dos bols llenos de yogur natural sobre unas cucharadas de muesli. Me gusta imaginar el ambiente hogareño rodeado de libros, los muebles déco sobre el parquet de roble, las paredes tapizadas de Alcantara beige, unos pocos cuadros abstractos como en sintonía con todas las palabras encuadernadas que asoman por la librería.
Y luego, como tiene tiempo, el protagonista de la novela se instala en un butacón y se pone a leer, mientras el desayuno preparado espera a que su mujer se levante.
La quietud es total y ésta es la hora perfecta para leer y para pensar. Para recordar de repente los muchos años vividos entre esas paredes. Él siempre se pone melancólico de madrugada, cuando se le hace patente el paso del tiempo y la poca importancia de casi todo, empezando por uno mismo.
Hoy se ha topado con un libro, en el que el autor relata un día cualquiera de su vida, como el que él está viviendo y narrando. Y el relator del libro que lee el protagonista del libro que yo leo, pasea su mirada por el saloncito y piensa en lo que significan en la vida los objetos, las cosas. Los muebles, los cuadros, las fotos, las sillas, la mesa. Todos los objetos entrañables y mudos que nos acompañan, a veces hasta más que las propias personas.
Y si bien es cierto que los objetos importan en nuestra vida, lo hacen siempre referidos a momentos y vivencias personales, asociados a personas que queremos y recordamos. Aunque a veces – piensa el protagonista de la novela que lee el protagonista del libro que yo leo – uno diría que los objetos también nos hablan.
Por ejemplo, un libro es un objeto con alma propia, y cuando lo leo me transporta a otra realidad, pero que al final es tan real como la del autor que relata su vida de un día en la vida del protagonista que lo vive y en mi propia vida de lector de ese libro que hojeo en mi biblioteca.
“Tras mi rato de lectura matutina, aparece mi mujer soñolienta para desayunar. Después de un primer café podemos ir hablando de todo un poco: de cómo se presenta el día, de nosotros, de nuestros hijos y nietos, de la actualidad política. A ella le encanta la hora del desayuno. Y aunque somos muy diferentes, en eso coincidimos plenamente. En eso y en el amor poderoso y siempre latente que nos une.”
Sigo hojeando el libro. Es un poco “proustiano”, no pasa nada especial, pero se lee con deleite. Quizá porque en los detalles nimios de una vida cualquiera nos reconocemos todos un poco y nos sentimos solidarios de esa persona. Y al leer el relato y la descripción de lo vivido, es como si uno descubriera de pronto sensaciones de las que nunca era consciente.
Mi protagonista hace profesión de amor y luego se acuerda de que el personaje del libro que leía antes de desayunar también ama a su esposa, y luego fija su atención en todo lo que tiene anotado para hoy en la agenda de su móvil. Hay que archivar cartas y papeles del banco. ¡Cómo odia ese trabajo! Hay que hablar con el gestor, preparar las declaraciones de impuestos, hacer transferencias, pagar facturas, recoger nietos, comprar cartuchos de impresora, jugar un partido de tenis, llevar el coche al taller, felicitar un cumpleaños, ir a un funeral, comprar un regalo de boda, llamar a un amigo enfermo… De repente no entiende cómo antes tenía hasta tiempo para trabajar.
Ahora el protagonista del diario piensa en lo que siente el personaje del libro que estaba leyendo, cuando abrumado por las mil tareas y gestiones que le aguardan, se da cuenta de que lo único que de verdad le apetece y le interesa es escribir. Escribir sin parar, como lo hace el autor de la novela, dentro de la novela que lee y en el libro que yo leo. Pero todos los personajes de esta historia breve sienten la misma frustración por no escribir todo lo que quisieran. O quizá por engañarse a sí mismos, culpando a la vida de sus propias carencias.
Cuando concluye la novela, mi protagonista también concluye el día. Y el personaje de su libro termina a su vez su día cualquiera, después de una cena más frugal de lo que le gustaría. Pero se somete a los dictados de la prudencia, para mantener salud y calidad de vida. O eso dicen.
Le gustaría dedicar todavía un rato a la lectura, pero sabe que desde siempre le vence el sueño después de cenar. Un poco de mala televisión, que acaba adormeciéndole también. Y tras ponerse el pijama y lavarse los dientes, se mete en la cama y se tapa con el edredón.
A los tres, a mi protagonista, al protagonista de su novela y a mí mismo nos entusiasma dormir con edredón, al estilo alemán. Años atrás no lo concebíamos, sin sábanas y mantas que nos arroparan y con la sensación de asomar los pies por el extremo de la cama. Pero con el tiempo le tomamos el gusto al edredón mullido y descubrimos el truco para recoger los pies dentro de él. El placer de echarse en la cama relajado nos desvela de nuevo por un corto tiempo y retomamos el libro que nos cuenta cómo se acaba el día y cómo todo parece recobrar el sentido, aún cuando no sepamos cuál …