No sé si mis pacientes y sufridos lectores tendrán los arrestos suficientes para volverme a leer en el tema recurrente de Cataluña en la hora actual. Y la duda me asalta por el riesgo evidente de que me repita y resulte machacón y tedioso. Pero a la vista de lo que los acontecimientos políticos y judiciales de estos últimos días nos han mostrado, siento la necesidad de autocitarme, aún a expensas de incurrir en inmodestia.
Y en efecto, en mi artículo Cataluña: hasta dónde llegan nuestras convicciones democráticas, publicado ahora hace un año en Hechos de Hoy, digo cosas como las siguientes:
“Más allá de intentar desesperadamente averiguar y comprender las causas de lo que acontece, es preciso que tengamos la capacidad de captar la realidad de ahora, de percibir con la mente abierta y fría las pulsiones del magma que no deja de crecer en Cataluña.”
“Al ciudadano español, que ama y siente a España, la visión de esta fotografía le tiene que doler y preocupar profundamente. Pero si es un ciudadano demócrata, sus convicciones deberían prevalecer sobre sus sentimientos y tendría la obligación de encarar la realidad, sin buscarse el autoengaño de ignorar la foto de ahora y recurrir con empecinamiento a la foto de familia que se guarda en el billetero y ya comienza a amarillear.”
“Por lo tanto, me parece que lo genuinamente democrático sería reconocer la condición de nación a quienes muy mayoritariamente lo sienten así y no negarles la posibilidad de consultar a su pueblo. Si para ello es menester modificar la ley o recurrir a una interpretación flexible de la existente, deberíamos hacerlo sin más titubeos. La ley se debe adaptar a las demandas de la sociedad, y no al revés.”
“Tengo la angustiosa sensación de que el tiempo apremia. Hay un tren en marcha, que nadie ha sabido o querido parar. Si no se actúa de inmediato, va camino de convertirse en un AVE con un único destino final.”
Unos meses más tarde, en diciembre de 2013, y abundando en lo dicho en mi primer escrito, publiqué un segundo artículo, analizando los posibles caminos jurídicos para hacer encajable en la Constitución una consulta no vinculante. Entresaco también algunos de mis apuntes:
“Vaya por delante que cualquier camino que conduzca a convocar la consulta, ajustándose a la legalidad vigente, debería en todo caso ser abordado desde el convencimiento de que se está planteando un ejercicio democrático para dar respuesta a una demanda del pueblo.”
“Pero es que además pienso que, aún en el caso de que los gobernantes y quienes les secundan en poderes y medios, sientan un rechazo visceral y emocional a acometer esta vía, hay poderosas razones prácticas para “tragar sapos” y dar prioridad a la democracia sobre los sentimientos. En efecto, la lucidez y el raciocinio nos dictan que la única alternativa – de no seguir esa vía de consulta – sería la de la negativa sistemática (con argumentos legales o sin ellos). Y esa negativa conduce a la confrontación y en último extremo a la represión.”
“Tercera opción:
Capítulo 2º, artículo 92 de la Constitución: 1. Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referendum consultivo de todos los ciudadanos.
He aquí la opción que a mi entender sería la más idónea para ser aplicada en este caso, dado que:
– se trata de una decisión política de especial trascendencia.
– habría de concebirse como el paso previo para una necesaria reforma constitucional, que acogiese mejor la realidad nacional catalana.
– el referendum sería consultivo y dirigido a todos los ciudadanos españoles, con lo que se respetaría escrupulosamente el principio de que la soberanía reside en el pueblo español.”
“La pregunta que debería ser objeto de tal referendum podría formularse así: ¿Aprueba que la Comunidad Autónoma de Cataluña se pueda constituir en un estado confederado con España, una vez efectuada la reforma constitucional necesaria a tal efecto?”
A partir de aquí dejo de citarme y sugiero que los interesados lean (o relean) mis dos artículos referidos.
Pues bien, ha pasado nuevamente un largo año. Mis pronósticos negativos se han cumplido y mis recomendaciones como es natural han sido ignoradas y sólo las soporta el paciente papel. El Gobierno de España no ha hecho otra cosa que reiterar su no a la consulta, disfrazando su negativa -dictada en realidad por el miedo- con el ropaje jurídico que le brinda la Constitución y sin haber aportado ni una sola idea o propuesta en todos estos meses, que a buen seguro los interlocutores catalanes habrían podido asumir o negociar, aunque hubiese modificado el enfoque, la fecha y la pregunta pactadas en el Parlamento de Cataluña. El principal partido de la oposición también se cierra con tozudez a autorizar la consulta, si bien al menos aporta propuestas federales muy difusas hasta ahora.
El resultado del referendum escocés celebrado el pasado 18 de septiembre ha sido rápidamente blandido por el Gobierno como motivo de triunfo y apoyo a su posición. Cuando es precisamente lo contrario: una apuesta democrática y audaz, que se ha saldado con la victoria del no. Una apuesta que es la que los de aquí no hemos tenido la inteligencia ni el arrojo de hacer nuestra con la famosa consulta. Con ello además están impidiendo a todos los catalanes que votarían que no, que hagan oir su voz.
Así pues, mientras la Ley de Consultas catalana y el Decreto de convocatoria de la Generalitat se hallan en estado de suspensión cautelar, la marea de independentismo no deja de crecer exponencialmente y se extiende como mancha de aceite por ciudades y pueblos de toda Cataluña. La bandera nacional rojigualda ha desaparecido de la geografía catalana.
La bandera “estelada” y cuatribarrada está ahora presente en todas partes (balcones, plazas, edificios públicos). Los políticos responsables han perdido miserablemente el tiempo y me temo que algún día la Historia les demandará por lo que no supieron hacer con sentido de Estado, con audacia e inteligencia, para haber logrado a tiempo reconducir este tsunami y mantener a Cataluña en España, aunque de otro modo.
Lamento decir que ahora mi pronóstico es de confusión, confrontación e impotencia del Estado ante un fenómeno quizá ya imparable.
Porque ¿de qué modo se plantean pararlo? ¿Mediante la fuerza de la represión, basada en la legalidad vigente? ¿Van a imponer esa legalidad a una posible mayoría aplastante de un pueblo, a contrapelo?
Esa sería una batalla perdida.
El lema no explícito, pero sí bastante difundido en ciertos mentideros ibéricos de “a los catalanes, caña”, amenaza con convertirse pronto en un boomerang de imprevisible onda expansiva.
Todos los que creemos en la democracia, pero también en el ideal de una España plurinacional moderna y cohesionada, no estamos precisamente de enhorabuena.