El PC no funciona, el móvil tampoco. Estoy haciendo los “Ejercicios espirituales en un túnel”, que diría Oteiza. Mi primera reacción es incredulidad. No puedo comunicarme con mis amigos por no tener una puñetera agenda de papel con sus números apuntados.
En el frigorífico tengo una pegatina de la pizzería Grossi. Llamo a Fausto Grossi, que a su vez me da el teléfono de otro amigo. Llamo a mi amigo y me dice la hora y el lugar donde quedar para entregar los cuadros de la exposición.
Mientras tanto mi madre me regala un teléfono móvil nuevo y el arreglo del PC. Bendita sea mi madre.
Pero no están a punto ése mismo día, así que tengo que pasar otras 24 horas incomunicado. Me pongo a pintar y a escuchar Jimmy Hendrix. “Hey, Joe”, canta su guitarra afilada con los dientes. Le pido a una amiga que transcriba mi teléfono fijo en el Facebook, para que todo el mundo pueda localizarme. Pero no estoy tranquilo.
Por la mañana recojo el nuevo móvil y llega el técnico de ordenadores. Se lo tiene que llevar al taller. Estoy cojo, pero por lo menos me queda una pierna. Soy ciego, pero no tuerto.
Finalmente, como si una araña cortase la seda que envuelve mi aislamiento, escapo a las gotas de rocío que la perlan de madrugada. Y de madrugada. Veo que todo está bien. Móvil nuevo, ordenador arreglado, gracias a mi santa madre.
Y todo por no tener una agenda de papel con los números de mis amigos apuntados. Al final se diría que NADA puede sustituir al papel, y con nuestros poemas, nuestros relatos, nuestras cartas, hemos dado vida a una secuoya con raíces profundísimas en la evolución humana: hemos pasado del papel a la pantallas de plasma. Gran salto evolutivo, que sabe dios dónde nos acabará transportando en el tren de alta velocidad del futuro.