Relájese, por favor. Bien. Se han acabado las vacaciones. La gente vuelve a sus ocupaciones rutinarias. Los lunes vuelven a ser lunes, y los viernes, viernes. Uno roza los cincuenta, y se da cuenta de que no pasa nada. Se acabaron las vacaciones, y empieza el blues diario. El hombre que pasea a su perro cojo todas las mañanas. Las estudiantes somnolientas que suicidan sus ojos aguamarina en las vías del Metro. Ese pobre que pide unas monedas con el cartelito que le da las gracias por adelantado.
Dulce monotonía. A la espera de una luna llena, o de un próximo mayo ebrio de sol y margaritas blancas, o simplemente de una mirada de deseo. A la espera de un encuentro casual, de un chispa, de un maravilloso cielo estrellado para dos. A la espera de una noche cualquiera, de una fecha sin marcar, de un aniversario secreto que celebre que aquella noche no pasó nada, que simplemente se escurrió en el tiempo como un gato en la oscuridad. Y que, no obstante, quizás fue el día más feliz de nuestras vidas.
Ahora ni siquiera tiene usted que ser dichoso. No es obligatorio. Ahora puede ser todo lo desgraciado que quiera, si ello le hace feliz: viva la paradoja. Y, conociendo al ser humano, es posible que ello le tiña de rosa el día, ya que se han acabado los compromisos del verano, y no tiene que pasarlo frenéticamente bien, ni sentir buenos deseos por el resto de la humanidad, ni llenarse el buche y beber hasta reventar, ni comprar souvenirs por sistema.
Pero si usted desea seguir el orden natural de las cosas, tiene una cita con las rebajas. Si lo que desea es seguir comprando, pero con más justificación, ahora podrá hacerlo sin esa dosis de hipocresía que caracteriza a otras fechas, sencillamente porque todo está más barato. Una maniobra perfectamente estudiada para que usted y yo, animales de costumbres, sigamos consumiendo al ritmo de las estaciones. Usted y yo, que creíamos que habíamos escapado a la rueda eterna y habíamos alcanzado el Nirvana.
Pero es que, claro, después de la resaca de verano hay depresión, y un clavo se quita con otro clavo. Menos mal que tras el verano podemos disfrutar de inventos como nuestro propio cumpleaños o el de otros, y de otros tantos mecanismos y estrategias comerciales que nos recordarán que tenemos que consumir de acuerdo a una previsión vitalicia. Esas fechas señaladas que dirigen los latidos de nuestro corazón, las pautas de nuestro comportamiento, los altibajos de nuestro carácter, nuestros hábitos, nuestro biorritmo social. Los pasos guiados que a veces nos llevan a una existencia adocenada y rutinaria.
No está de más reivindicar las fechas que no vienen marcadas en el calendario. Los días imprevisibles, llenos de pequeñas sorpresas, en los que no es necesario manifestarse, ni comprar, ni regalar, ni recibir, ni ser especialmente feliz. Aquellas veladas que quizás se recuerden siempre, por ninguna razón en especial.