Para ello, su expresión tiene que tener la transparencia del agua, sus letras deben mojar, y sus reflexiones poder transportarse sin que pierdan litros hasta ser arrojadas sobre las catástrofes mediante un ingenioso sistema de críticas y contracríticas -y recontracríticas- que, cuando menos, son susceptibles de funcionar como cortafuegos de la injusticia o el desmán. Pero la pregunta eterna de los literatos es: ¿Puede un texto apagar un fuego? ¿Qué soy yo, un bombero o un incendiario?
Para apagar los incendios del alma se han ensayado sistemas prácticos, como el de rociar los folios con agua hasta que queden empapados, y pese a la mala fama del papel mojado, no está claro que pueda ser la solución para que las letras apaguen pasiones. En todo caso, el éxito de la operación se basa en el número de los que, mediante chorros de espuma verbal, son capaces de trabajar con sus propias manos para apagar un fuego. Si comparamos las cerillas con gotas, un escritor o columnista de opinión es, en cierto modo, eso: un bracero de la actualidad, que, a veces, tiene que acarrear cubos de rabia para intentar apagar las llamas de su propio escritorio.
Por decirlo de otra manera, ¿puede la literatura cambiar el mundo? Lo cierto es que no, pero puede cambiar a las personas. Si se forma una cadena de seres humanos, ésta es capaz de transformar un incendio en un balsámico y medicinal baño de cultura, que es vecina de la paz.