Mi amigo e interlocutor, al que considero una persona inteligente, no dio crédito a mis opiniones sobre la existencia de racismo en éste país. Según él, aquí no había racismo, y todo eso eran imaginaciones mías. Por aquel tiempo yo pasaba largas temporadas en Barcelona, y conocía la situación de esa ciudad en materia de inmigrantes.
Calibré la posibilidad de que si en Bilbao, por ejemplo, tuviésemos una proporción de inmigrantes parecida a la de Barcelona, se armaría la gorda. Comparación desafortunada, porque, según el criterio de mi amigo, en el País Vasco no había habido nunca racismo. Y la prueba del algodón, es decir, trasladar a una parte de los inmigrantes de Barcelona a Bilbao para ver qué pasaba, era imposible. Así que me quedé solo con mi racismo y con mis tonterías. Incluso hubiera parecido que el más racista era yo, por sospechar que el racismo existía.
Mi amigo me había convencido. Efectivamente, el racismo no existía, o no era racismo del todo, o todo era una paranoia mía. De forma que si un chaval, en lugar de gritar: “¡Español! ¡Español!”, habría gritado: “¡Neozelandés! ¡Neozelandés!”, yo lo hubiera considerado normal. Y hubiera dicho: “Mira, por ahí va un neozelandés”, algo de lo más ordinario. Así que volví a darle mentalmente la razón a mi amigo, y comencé a pensar que todo se trataba de una absurda susceptibilidad mía hacia estos temas. Sobre todo porque el vasco y el español, por hablar en términos difusos, eran, generalmente, del mismo color de piel, y bastante pareciditos físicamente, así que aquello no podía confundirse con racismo de verdad, qué va.
Me centré pues en el racismo solamente concerniente al color de piel. Como me quedaba tiempo y no tenía intención de volver a casa, decidí tomarme una caña. Me repetí a mí mismo que el racismo no existía, mientras el joven barman del bar donde consumía una cerveza me explicaba, muy malhumorado, que “un moro asqueroso” se acercaba a su coche todas las noches, y que si alguna vez le pillaba robándole se lo iba a cargar. Mientras lo decía miraba continuamente desde la vitrina del bar hacia su coche, que estaría aparcado en algún lugar entre las sombras. Además, a mi madre un “moro” le había arrancado el collar de oro en el ascensor de mi casa. Eso no era racismo. Eso era conversación. Nada más que un poco de palique para pasar el rato.
Desde que intento pensar que no hay racismo en éste país me he encontrado con muchas situaciones curiosas, que se han multiplicado a partir del 11-S, y también a causa de ese aumento de la delincuencia que el gobierno atribuye a los inmigrantes. No hace poco, a un amigo unos “moritos” le robaron el coche y se estrellaron con él cuando les perseguía una patrulla de la Ertzantza.
Al explicármelo, noté que mi amigo estaba realizando auténticos esfuerzos para no lanzar un exabrupto contra los magrebís en general. Luchó como un león contra las fortísimas ganas de hacer un comentario racista, y se lo agradecí. Porque así puedo seguir pensando que el racismo no existe en Euskadi. Puedo seguir imaginándome una sociedad de kursaals, de guggenheims y de euskaldunas diversa y multicultural, y, por supuesto, multirracial. Y es que el vasco de raza no es racista. Sé que suena raro, pero supongo que es por una cuestión de RH.