– Estoy preocupado por España –me dice el parroquiano Facundo, que acabo de conocer en el bar Gure Txoko. -Mi lora –aclara- se llama España. El otro día se me escapó, y salí a la calle gritando: “¡España, España!”. La gente me miraba como si me hubiera vuelto loco.
Sin dejarme impresionar por el compañero Facundo, le señalo: – Eso parece un chiste. ¿Le pusiste España para provocar?
– Pues la verdad es que no. Solíamos ver juntos el telediario, y la lora se puso a decir “España”. Me hizo gracia, y empecé a llamarla “España”. Cuando le dejaba junto a la ventana, al ver pasar a la gente, la lora se ponía a gritar: “¡España! ¡España!”, y todos miraban hacia arriba, como si les hubieran llamado por su nombre de pila. La cosa me pareció divertida. Incluso había quien se paraba frente a mi casa y se pasaba cinco minutos intentando averiguar de dónde salía esa voz ultraterrena. Pero ahora estoy preocupado. Como tú comprenderás, si la lora dijese: “¡Finlandia! ¡Finlandia!”, no pasaría nada. Siempre la podría haber bautizado “Suiza”, y ahora estaría más segura, trabajando de cuco, o algo así.
– A quién se lo ocurre ver el telediario con la lora –reprendo al compañero Facundo, aunque, acto seguido, siendo yo una persona sensible, intento tranquilizarle-: De todas formas, yo no me preocuparía demasiado. Los loros son inteligentes, saben buscarse la vida, tienen memoria. Seguro que acaba reencontrando tu casa, y, cuando vuelva, puedes rebautizarla “Madagascar”. Yo creo que “Madagascar” no molestaría a nadie, ¿no? Al fin y al cabo, si es una lora africana, es lo que le pinta. La gente no tiene derecho a politizar a sus mascotas: yo tengo un gato persa que no es islamista.
Después de ser testigo de mi encarnizada lucha por no caer en las garras de la inteligencia, Facundo replica:
– No creo que vuelva nunca. Seguro que ha terminado en alguna cazuela, o algún desaprensivo que ni siquiera estaba hambriento ha acabado con ella.