El sabio chino Shung-Zhu -que nunca ha sido reconocido por los glosarios oficiales que enumeran a los sabios- tuvo noticia de que algunos hebreos, llegados a Asia para comerciar, sostenían que todo lo nombrado existía, así que decidió inventar una palabra antes de que estuviera listo su significado.
Buscando entre la enorme diversidad de sonidos, pues le parecía muy importante encontrar uno que fuera tan musical como la percusión de las cuerdas del yang-chin, optó, en primer término, por el fonema “ping”. Durante meses estuvo probando combinaciones, pues quería que su palabra tuviese la gracia de ser compuesta por su contrario, hasta que llegó a la conclusión lógica de que el segundo fonema debía ser “pang”, en una especie de reinterpretación del ying y el yang, aunque la palabra todavía estuviese vacía de significado como un cántaro sin agua.
No obstante, pareciera que las palabras son salvajes y que pueden valerse por sí mismas desde que nacen. Cuando le contó el hallazgo a su mujer, recién levantado y desnudo en el lavatorio, y le dijo que no sabía si con eso nombrar el estruendo motriz de los nuevos trenes, ella rió, señaló sus partes pudendas, y, sin pedirle permiso, acuño el término con una ligera variación semántica: “ping-pong”.
Shung-Zhu se encolerizó sobremanera. Su palabra había sido mancillada, y ahora ni siquiera él podía tomársela en serio. Sólo podría pronunciarla, si acaso, en la intimidad de la alcoba.
Años más tarde, unos británicos aburridos se pusieron a jugar con unas cajas de puros -a la manera de raquetas- golpeando una pelota sobre una mesa, y le llamaron a aquello ping-pong, deporte que exportaron a China. Al enterarse de este hecho, Shung-Zhu, que agonizaba en su lecho de muerte, sonrió: los ingleses tenían un gran sentido del humor.
Por descontado, aún después de su fallecimiento, nadie llamó ping-pang al sonido que hacen los trenes al pasar.