Esos libros abiertos ya no parecen aves que puedan levantar el vuelo batiendo sus hojas a propulsión.
¿Qué sería del aroma de las páginas de un libro recién comprado? ¡Y las dedicatorias!
¿Qué sería del noble acto de prestar un libro? ¿Se perdería esta vieja costumbre que hacen a los libros viajeros de un macrocosmos literario, caterva eterna de lectores?
Theodor Fontane decía que un libro tiene su orgullo, y que cuando se prestan, no vuelven nunca. Después de leerlo, un libro electrónico se disipará en burbujas eléctricas, y se tornará una fría descarga.
Alguien opinó una vez que el recuerdo que deja un libro es más importante que la apariencia en sí. Yo recuerdo mis libros con peso específico, con olor, con tipología de letra impresa, con perfume, con trébol seco o pétalo o gota de lluvia, incluso con página arrancada, dedicatoria tachada, y con fecha pero sin pastas, no obstante los recuerdos únicos y enteros, diversos, sólidos como un bosque más allá de la memoria que me falla.
Y, por supuesto, me declaro responsable de haber talado un pequeño bosquecito con mis textos.
