Esa noche llevé un dichoso aparatito, un “holter” encima que se sujeta con una malla en el torso que te mide el ritmo cardiaco mediante las socorridas líneas. El caso es que me levanté de la cama de madrugada. Dicho sea sin vergüenza, tuve sexo en solitario. Escuché a varios perros aullando, lo que se dice aullando a muerte. Cuando callaron, me fumé un cigarrillo, mientras ella dormía como un tronco en la habitación de al lado. Roncaba como un elefante.
El caso es que con el “holter” te dan una especie de cuaderno de bitácora para que anotes los sucesos que han podido alterar tu ritmo cardiaco. En el cuaderno del “holter” escribí: “2:20 AM. Sexo en solitario”. Luego taché lo de solitario porque me pareció ridículo, el sexo en solitario no es sexo, solamente un alivio. En su lugar escribí: “2:20 AM. Aullidos de perros”. Cuando fui a que me quitasen el aparato, en la banda que había registrado el “holter”, el suceso aparecía perfilado como la catedral de Begoña.
Me dije que no tenía futuro con esa mujer, que se había terminado incluso la atracción meramente sexual. Lo nuestro había acabado, quisiéramos o no. Cuando se lo comenté, dijo: “¿Mis pechos no te parecen suficientes?”, mientras se miraba al espejo. “Francamente, no”, contesté, recordando que una de las razones para casarme con ella fue su delantera. Cuando hablabas con ella, se acercaba y te empitonaba con sus pezones erectos.
Claro que además estaban los niños, cosa que me preocupaba bastante. Los niños, que no tenían la culpa de nada. Le propuse entonces seguir viviendo en la misma casa. Yo trasladaría mis cosas a la habitación de servicio, y dormiría allí. Sólo cuando mis hijos fueran lo suficientemente mayores para entenderlo, me marcharía. Ella estuvo de acuerdo.
“¿Y si yo tuviese un amigo, podría invitarle a dormir conmigo?”, preguntó. “Acuérdate de que están los niños”, le advertí, “en todo caso deberías avisarme antes, para que desaparezca”.
Me fui a dar un paseo para pensar en todo aquello. En una terraza del Retiro, una gitana vino dispuesta a venderme una ramita de romero, pero su rostro cambió de expresión:
-Ay, tú tienes una vida muy complicada, a ti te la regalo.
Metí la mano en mi bolsillo para ver si encontraba algo suelto, pero la gitana había desaparecido.
Volví a casa. No había nadie. Empecé a recoger mis cosas. Comprendí que nosotros éramos una pareja, pero que lo único que teníamos en común era la hora que marcaban nuestros relojes de pulsera. Miré el mío y, sorprendentemente, estaba parado.