Siempre que he tenido ocasión he manifestado públicamente mi admiración por los ingenieros. ¡Así que tu te mueves en la órbita del artilugio! decía un amigo sacerdote –médico él-cuando le presentaban a un estudiante de ingeniería. Yo sigo pensando que sin los artilugios de los ingenieros el mundo se estancaría.
Tengo bastantes amigos ingenieros y pienso que casi todos gozan de una característica, haberse formado estudiando geometría en el Rouche-Frobenius, las ecuaciones diferenciales de Puig Adam y el análisis algebraico de Rey Pastor o el análisis matemático de Navarro Borrás. Este hecho marca demasiado la mente como para interesarla en cuestiones mas típicamente humanísticas. Por ese posible prejuicio mío me interesó la figura de Álvaro del Portillo. Se salía totalmente de mis esquemas de juventud respecto a los ingenieros.
Conocí personalmente a don Álvaro del Portillo, doctor ingeniero de caminos, en París. Sería el año 1978 u 80 cuando recibí de un amigo una invitación a tener un rato de tertulia con él. Todavía Roma no había establecido el estatuto jurídico definitivo del Opus Dei como prelatura personal y don Álvaro, primer sucesor de san Josemaría, su fundador, era su presidente general.
Don Álvaro no estaba solamente en la “órbita del artilugio” tenía dos doctorados más, filosofía y derecho canónico. Ya lo había visto algunas veces al lado del fundador del Opus Dei, siempre discreto, tímidamente sonriente, silencioso. Visto en la distancia del tiempo podría recordar a esos fondos de algunas pinturas, suavemente sugeridos, que hacen destacar el motivo principal pero que si desaparecieran el cuadro se convertiría en algo muy distinto.
Durante ese rato de tertulia con él, en una casa del parisino barrio latino, llegué a preguntarme cual era realmente el “artilugio” de un ingeniero, filósofo y canonista que hacía tan atractiva su personalidad.
La madurez me dio la respuesta; fidelidad. Una fidelidad inquebrantable a la Iglesia universal, al fundador de la Obra y su mensaje de santificación en medio del mundo, de unidad de vida entre la fe que se profesa y la conducta con la que se actúa. Firme como una roca, disponible siempre que san Josemaría o la Iglesia lo requería, a pesar de una salud bastante precaria según se ha sabido después de su muerte, don Álvaro trasmitía una sensación de paz a su alrededor cuyo fundamento humano era su sencillez y su manera humilde de ser y de manifestarse.
Todo esto iba dejando en la sombra unas realidades de intenso trabajo durante el Concilio Vaticano II en el que fue consultor, secretario de la comisión sobre la disciplina del clero y presidente de la comisión antepreparatoria del laicado. El papa Juan Pablo II lo designó obispo en 1990 al ser erigido el Opus Dei como prelatura personal. De su paso como prelado del Opus Dei, si vemos sólo lo externo, dejo en marcha mas de ochenta iniciativas entre centros de formación y de ayuda a los necesitados.
Personas procedentes de más de ochenta países asistieron en Madrid a su beatificación presidida por el cardenal Angelo Amato en calidad de representante del papa Francisco. Doscientas mil personas que llegaron y se fueron con la misma sencillez y alegría con la que don Álvaro se manifestó durante su vida de ingeniero, jurista, filósofo e hijo espiritual de san Josemaría Escrivá de Balaguer.
– Como destacó Hechos de Hoy, una exposición mostró en Madrid las iniciativas sociales impulsadas por Álvaro del Portillo en todo el mundo. Han beneficiado a cientos de miles de personas. Fue también el escenario de intercambiar experiencias en su lucha contra la pobreza.