Mediados de la década de los sesenta del pasado siglo fue el momento del descubrimiento. Tres estudiantes, uno de ingeniería Aeronáutica, otro de Caminos y otro de ciencias Físicas fueron conducidos por la diosa Fortuna a un pequeño paraíso que no buscaban, la isla Pitiusa, Ebusus….Ibiza para los contemporáneos.
Unos pequeños ahorros para autobús y barco desde Valencia, una tienda de campaña y la incumplida ilusión, por falta de plazas en el barco, de llegar a Mallorca, terminaron conduciéndonos al lugar inesperado; Ibiza. Un entonces ya vetusto vapor de la Compañía Transmediterránea, histórico por lo que contaré en otra ocasión, el “JJ SISTER”, nos condujo a nuestro imprevisto destino donde fuimos recibidos por un enorme sombrero de paja debajo del cual se encontraba, torso desnudo, un amable estudiante de medicina.
El voluntario nos dio un breve pero sustancioso resumen de las posibilidades de alojamiento en el único “camping” de la isla y confesó que llegó a la “Pitiusa” para pasar unos días de vacaciones. Pasados ya seis meses, medicina aparcada, sobrevivía descargando barcos y ampliaba así sus vacaciones sin aparente previsión de límite.
El primer personaje que conocimos más personalmente en nuestro nuevo paraíso por descubrir, fue Pinu Albanese, italiano, más concretamente calabrés que hacía girar el torno de alfarero con sus pies mientras sus manos daban vida, partiendo de barro informe, a vasos, jarrones ,vasijas y otros utensilios caseros, de notable belleza.
Nada de decoraciones añadidas, solo formas simples cuyas líneas de una rara pureza, no obedecían, al menos a simple vista, a representaciones matemáticas sencillas. Años después visitando en Roma una exposición dedicada a Morandi no pude evitar recordar las bellas vasijas de Pinu.
En su pequeño local de Dalt Vila, años sesenta, Pinu compartía el olor a arcilla húmeda con el calor de su horno de leña que se añadía al ya propio de la isla mediterránea acercándose al verano. Comunicativo, sencillo y complejo a la vez, como buen italiano, comenzó allí una amistad que años después, en los numerosos veranos familiares pasados en Ibiza cerca de Sant Jordi, se iría profundizando a pesar de nuestros familiares paréntesis anuales de trabajo en Madrid, París y Londres.
Albanese llegó, en mi opinión, a la cima de su arte, en las maravillosas máscaras de carácter griego en las que solo la mano y el barro preparado con esmero, eran materia y espíritu en comunión creadora. Años en los que todavía en Ibiza había numerosas galerías de arte, -llegó a haber diecisiete abiertas para una población estable de no más de setenta mil habitantes-.
Años en los que el oleaje del destino depositaba en sus costas o en sus campos ocultos las esperanzas de paz o felicidad de los que provenían de otros lugares o historias probablemente demasiado complicadas.
El desarrollo de la isla abierta a un mundo cada vez más ávido de sensaciones fue cambiando el perfil que le dieron los “hippies” que durante los últimos años ochenta estaban ya representando el papel de maniquíes de un escaparate manejado por agencias de marketing turístico.
De las “spaghettatas” bajo la parra de su casa payesa de Sant Jordi, en compañía de su simpática esposa alemana y sus dos hijos, las conversaciones se prolongaban hasta altas horas de la noche. Su nuevo horno, construido por él en el jardín empezó a dejar paso a los grandes potes de barro esmaltado comprados en Portugal y vendidos en su tienda al borde de la carretera de Sant Jordi a Sant José.
Todavía el torno, situado en el local comercial, giraba su barro y sus manos recordaban piezas aun hermosas, pero las carátulas griegas comenzaron a faltar mientras el negocio comercial crecía a la vez que el desarrollo inmobiliario de la isla.
Hoy todavía algunas de esas obras de arte, desgraciadamente anónimas para la gran mayoría de los que pisan Ibiza, siguen embelleciendo las paredes de nuestra casa madrileña y de la de alguna de nuestras hijas.
La Ibiza que fue se va desdibujando, en este tiempo más virtual que real, por la presencia de un turismo que nunca podrá conocer lo que en verdad era un regalo de Dios para los que supieron disfrutarlo con agradecimiento.