Un Cuento de Navidad a orillas del mítico Wentworth Golf Club
Del Líbano a Alemania. De Surrey, cerca de Londres, a Jerusalén, la luz de una estrella dice muchas veces qué hay que hacer y dónde. Peter acabó viviéndolo en carne propia.
Peter Parkinson tomó el tren de las 8:19 en la estación de Virginia Water, a 5 minutos en coche de su casa; vivía en una consolidada propiedad situada en el hoyo 18 del recorrido Este del Wentwoth Golf Club, a un tiro de hierro 4 de la Casa Club. A sus 65 años, estaba retirado de la primera línea de fuego de su negocio de redes sociales con sede en la City; allí había hecho una pequeña fortuna. Desde hace unos años en la sede todos parecían universitarios o incluso más jóvenes. Él, un par de veces al mes, asistía a alguna reunión y poco más.
Este tren de la 8:19 le llevaba directo hasta Waterloo y de allí no tardaba mucho hasta la empresa. El tren era directo, no como el de las 8:24 con transbordo en Staines. Sólo eran 45 minutos, tiempo que él empleaba para leer The Telegraph.
Pese a estar en el negocio de Internet y de usar su tablet con frecuencia y facilidad, Peter solía decir que del The Telegraph prefería la edición de papel a la edición on line. Como otros lectores de su perfil tenía claro el motivo: el periódico de papel tiene principio y fin: se termina en la última página.
Pero este 30 de diciembre no pasó de la primera. Bajo las informaciones sobre el caos producido por la tormenta que había cruzado el Canal y la crónica del quinto día del Sudáfrica v Inglaterra de criquet, una fotografía le dejó paralizado.
Se trataba del cuerpo sin vida de un hombre joven que había sido acuchillado fuera de las murallas de Jerusalén y cuya madre sostenía en su regazo la cabeza y el pecho ensangrentado del hijo. La instantánea de Reuter tomada de cerca era de gran resolución y reflejaba, junto al dolor de la madre, la quieta, marmórea serenidad del cuerpo en el suelo; hasta ahí también caía el brazo de aquel hombre. Y la mano abierta. Y en la palma una pequeña estrella.
Peter, como muchos de nosotros, había visto ya demasiadas fotos de víctimas de la sinrazón y el odio. Sabía que es una rutina en páginas de Internacional. Pero aquella mano y aquella estrella le rebobinaron el corazón.
Se acordaba de la fecha en que todo comenzó: 28 de diciembre de 1982, cuando acompañada del párroco de Sainte Anne se presentó en su casa una familia de Palestina, matrimonio y un niño de cosa de un año. Desde verano de ese año en que salieron de Beirut, durante los bombardeos de la contradictoriamente llamada Operación Paz para Galilea, hasta diciembre en que cruzaron a Inglaterra, estos tres cristianos habían sufrido angustia extrema e incertidumbres, siempre en país extranjero.
La serpiente de la impiedad, entonces como ahora, arrastraba por el suelo su vientre vil, comiendo el polvo y las cenizas del odio inhumano. Una maldición que arrojaba inocentes al Mediterráneo o a la especulación del mercado de vidas humanas.
El párroco católico, buen amigo del poco practicante anglicano Peter, sabía que éste necesitaba ayuda y consiguió convencerle para que aceptara a Fouad, Mariam y Gabriel. Fouad era un hombre “joven, fuerte y bonísimo” y muy capaz para las tareas de mantenimiento de la finca. Se alojarían sobre al garaje.
Sí, Peter, ahora con la imagen de aquel asesinado, recordaba los años que estuvieron con él y su familia en Surrey. Cómo Fouad trabajaba arreglando empalizadas, o poniendo a punto el pequeño tractor, o arreglaba el coche; incluso le hacía de caddie en algún partido de golf. Del niño le había quedado como un fondo, como una acuarela de risas desdibujadas y una mirada de calor.
Y la madre. La madre era inolvidable cuando llegó casi una niña. Recordaba el comentario de su mujer sobre lo temprano que tienen hijos las mujeres en Oriente Medio. Pero lo que más se le quedó grabado de Mariam era la modestia que velaba su belleza, la alegría de su serenidad para todo y el silencio. También el respeto a la distinta manera de la religión de ambos.
Y ahora al verla ahí en la foto, con una tristeza de lágrima contenida y dolor inacabable, le pasó por la memoria una Piedad de la Semana Santa de Sevilla en donde había estado hacía unos diez años.
Y luego estaba lo de la estrella en la mano del hombre. El hombre era aquel niño que había encontrado refugio con su familia en una casa, la suya, al sur de su Inglaterra. La estrella tenía su historia nacida al poco de instalarse los palestinos.
Por disposición del propio Peter, se había talado un Alder Buckthorn (Rhamnus frangula) que se había secado en el fondo del jardín. Fouad había hecho uno de aquellos enigmáticos comentarios tan suyos, tan de sabor mediterráneo: “el árbol lejos de la acequia muere sin fruto”. Fouad obtuvo permiso de Peter para quedarse con una gruesa rodaja del Alder que emplearía para tallar a partir de ella pequeñas figuras de madera.
En la siguiente Navidad pasaban Peter y su esposa al atardecer junto al garaje y vieron luces y oyeron a Fouad, Mariam y Gabriel cantando un Silent Night bien entonado. Subieron y quedaron entusiasmados con lo que contemplaron. En una esquina de la ordenada sala de estar había un Árbol de Navidad adornado con docenas de estrellas hechas de la madera del árbol talado. Mariam las había pintado de colores; abundaban las de color plata.
Fouad y Mariam les contaron cómo, al pasar por Alemania en una fría noche vieron una estrella fugaz cruzar el negro firmamento del Este al Oeste.
.- Los dos sentimos entonces que, como los sabios de Oriente que fueron a Belén, lo nuestro desde ese instante no iba a ser una fuga aterrorizada, sino una misión, un llevar paz allá donde la estrella iba. Y decidimos seguir “nuestra” estrella: la luz de una estrella dice muchas veces qué hay que hacer y dónde – comentó Fouad.
.- Cuando llegamos a Londres el año pasado y vimos su cielo nublado reflejando la luz y el trabajo de sus hombres Fouad y yo – añadió serena Mariam – supimos que nos instalaríamos aquí.
.- Pues nosotros dos, hemos subido aquí porque como esos Reyes de Oriente “vidimus stellam eius” – concluyó Peter matizando de Navidad la hazaña de aquel matrimonio.
Cuando se despedían, Fouad tomó una pequeña estrella del árbol y la puso en manos de la familia que les había acogido.
.- Tengan este recuerdo. El árbol que talamos por estar seco ha dado fruto en nosotros: estaba muerto y ahora ha madurado en alegría: queremos que compartan con nosotros este recuerdo.
La estrella estuvo desde entonces encima de la mesa de la biblioteca de Peter. La veía a diario y más de una vez le sirvió para pararse y establecer qué hacer y cuándo. La última vez que hablaron de la estrella fue cuando decidieron volver a Palestina. Fue unos diez años después, en los años de relativa calma tras la Intifada (no se llamaba Primera, porque la insensatez humana no había alcanzado aún a numerarlas). Ni Peter ni nadie pudo hacerles renunciar a esa vuelta a casa.
En todo Wentwoth y en todo Virginia Water la temperatura pareció más fría desde que partieron. Sólo por las tarjetas de Navidad iban teniendo noticias de la familia. Fouad murió poco después. Y un silencio denso, como de telón final, fue cayendo sobre la comunicación entre ambas familias. Sólo en Navidad, sobre todo al adornar el árbol, la familia Parkinson comentaba recuerdos de Fouad, Mariam y Gabriel. Y luego, de nuevo meses de silencio, años de telón opaco.
Ahora, casi llegando a Londres en el tren, al contemplar la foto del diario con la estrella de madera en aquella mano muerta, aquel telón de silencio se desgarró precipitándose sobre la vida de Peter.
Pretextó cualquier cosa y se volvió a casa en el siguiente tren con The Telegraph en su maletín. Con su mujer lloró al tener que contarle lo ocurrido. Y aquel atardecer no podían, no quisieron evitar acudir al Concierto de Navidad en Saint Anne.
Cómo le dolió escuchar Silent Night una vez más. Pero a él, a su mujer y a todos les fundió la lectura que el párroco hizo de una nota de prensa de BBC News que ponía en boca de Mariam palabras de perdón para los asesinos de su hijo: “Se equivocaron, no sabían lo que hacían: les perdono desde ahora, pero nadie debe morir siguiendo su estrella”.
La estrella que había sujetado en su último minuto Gabriel era la misma que había culminado el árbol de Navidad en la casa del garaje en Virginia Water, sólo que, al rompérsele con el tiempo la típica estela, aparentaba ser una estrella de seis puntas, la odiada por los yihadistas “Magen David”, literalmente en hebreo “Escudo de David”.
Al llegar a casa se dio cuenta la mujer de Peter que éste tenía la camisa manchada de sangre. Y es que mientras sonaban las voces de aquel Coro, Peter no hacía sino apretar dentro de la camisa su propia estrella contra su pecho con el alma en otro mundo. Al quitarse la camisa vio que de tanto apretar la estrella contra su pecho los bordes se habían grabado a la altura del corazón.
.- ¡Vaya, qué contrariedad!: no te preocupes – le dijo la mujer -: la limpiamos y se curará.
.- No estoy seguro de querer que se me cure – dijo con una leve sonrisa Peter.
Oratorio de Navidad de Johann Sebastian Bach. "Jauchzet, frohlocket"
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