Viví toda mi infancia en un “medio básico”. Ese es el nombre que le daba el Estado cubano a las cosas que le pertenecían (mi casa era la mitad de una estación de trenes. En la otra mitad estaba la oficina, el salón de espera y el almacén).
Luego, cuando crecí, me di cuenta que yo también era un “medio básico”. Yo y los once millones que convivían conmigo en una isla donde todo, desde las vacas hasta el mar, le pertenecía al Estado. No me liberé de esa circunstancia hasta que entré por primera vez a un consulado cubano.
Nunca, ninguna autoridad de ningún país me ha maltratado como en los consulados del mío. La primera vez que estuve en uno, en México allá por 1995, sentí que me arrancaban de la piel la placa de aluminio con la que la revolución identificaba sus bienes: reses, muebles, vehículos…
“Si te quedas, dejas de ser un cubano de Cuba”, me dijo el cónsul. Ahora la frase me suena hasta ridícula, pero en el momento en que me la dijeron, con mi hija y mi madre en la isla, me estremeció por dentro. Aún recuerdo el viento helado que se coló en mi estómago.
La crisis de los miles de cubanos varados en la frontera de Costa Rica con Nicaragua y la criminal desidia con la que el régimen de la isla ha tratado el asunto, me recordó la época en que yo era un “medio básico”. Las imágenes de los niños que permanecen allí, me llevó hasta los retratos de mi hija que me hicieron volver.
Ignorar la angustia de esa gente, es la manera de arrancarles de la piel la placa de aluminio, de forzarlos a que sientan un viento helado en sus estómagos y sigan naufragando, así en el mar como en tierra firme, para que la decisión de ser libres parezca un dolor y no la necesidad de tener alguna esperanza.