Este fue un fin de semana de luna llena. La Loma de Thoreau resplandecía. Hasta en la cañada, el sitio donde la noche se cierra más, todo se distinguía con claridad. Cuando nos acostamos, después de ver dos capítulos de una serie que acabó defraudándonos, Diana me pidió que le hiciera una foto a lo que se veía por la ventana.
Me di la vuelta (porque siempre me duermo de su lado) y me impresionó la imagen que tenía delante. En primer plano, la penda que crece junto a nuestra cabaña. Luego, los pinos y el palo amarillo, que siempre se las arregla para ser el protagonista, mire donde se mire. De fondo, las luces del pueblo.
Y en lo alto, entre unas dramáticas nubes, estaba la luna rotunda, absoluta. Traté de captar aquella imagen más de diez veces, jugué con todas las posibilidades del iPhone, pero al final todo fue en vano. Lo que veía en la pantalla no guardaba ninguna relación con la impresionante escena que tenía delante.
Justo en ese momento me llegó un mensaje de un amigo que vive en Cuba. Me reprochaba que, en medio de la crisis que vivía la isla, yo me ocupara de celebrar cosas “tan frívolas como una orquídea o un aguacate” (sic). No le respondí. Él ya tiene suficiente con la realidad que le toca vivir, pensé.
Pero eso no impidió que me quedara rumiando aquella frase un largo rato. En el año 2000, cuando tomé la decisión de irme de Cuba, renuncié a 33 años de vida y a un territorio sin el que nunca me imaginé. Muchas de las cosas que les dieron sentido a esas tres décadas se quedaron atrás y aún hoy lamento su pérdida.
Empezar de cero es no tener nada con lo que hacer ni la más mínima suma. A eso me enfrenté por años. Tener que subsistir en el exilio, aún con el viento a favor, te llena de miedos, incertidumbres, predisposiciones… Jamás culpé a nadie por mi circunstancia.
Encima de mis problemas, de mis preocupaciones por llegar a fin de mes y sustentar a mi hija y a mi madre, traté en la medida de mis posibilidades de contribuir, con mi testimonio y mi opinión, a una Cuba más libre y próspera. Es decir, a un país diferente a la que nos tocó vivir. Justo el mismo amigo criticó entonces mi “radicalización”.
Llegó un momento —que no puedo precisar con exactitud— en que di a Cuba por perdida. Entonces me di a la tarea de crear mi patria particular, un mínimo territorio donde poder aterrizar todas las cosas que tenía en el aire. La Loma de Thoreau fue eso, como lo son las orquídeas y los aguacates.
Incluso la luna imposible, esa luz que no pude captar pero que igual me llevó de regreso a casa. Cada uno debe asumir las oscuridades de su circunstancia y eso hago desde hace 24 años. Seguir considerándolo mi amigo es la mayor prueba de que todo mi resentimiento se lo dedico a los que de verdad se lo merecen.