Desde que nos conocimos, Diana y yo soñábamos con tener un pedacito de tierra en una montaña. Apenas un mes después de habernos encontrado, recorrimos los territorios de Cuba que significaban algo para nosotros. Tanto en el Escambray como en la Sierra Maestra, nos prometimos hacer realidad ese sueño.
Primero adquirimos un terreno junto a una cañada, en Buenavista, en República Dominicana, a 550 metros sobre el nivel del mar. Lo reforestamos, encargamos el diseño de una cabaña y, justo la semana en que íbamos a empezar a construir, Diana me llamó con el tono de voz que ella pone cuando está llena de dudas.
—Quiero que veas una cabaña que están vendiendo —me dijo.
José Roberto Hernández, el artífice de Quintas del Bosque, nos esperó con jazz y la chimenea encendida. El solar también estaba junto a una cañada, pero dentro de una tupida vegetación. Aunque la casa no nos gustó tanto, el lugar sí. La decisión parecía tomada.
El siguiente fin de semana subimos junto a Marianela Boán y Alejandro Aguilar. Queríamos experimentar con ellos cómo sería la vida cotidiana en aquel espacio. La primera noche, José Roberto fue a saludarnos y brindamos con Brugal. Entonces, de una manera inexplicable, el vendedor le puso objeciones a su venta.
—Aunque ya parecen haber tomado la decisión —nos dijo—, quisiera enseñarles otros solares que se parecen más a lo que ustedes quieren.
Recorrimos varios lotes a la luz del Jeep. Hubo uno que me gustó mucho, pero Diana le encontró inconvenientes a todos. Al final del recorrido, llegamos a un punto donde la noche parecía aún más oscura que en el resto de la montaña. Estábamos ya a 940 metros sobre el nivel del mar.
Allá abajo, vistas a través de la neblina, las luces de Jarabacoa parecían una galaxia. Cuando nos bajamos del vehículo, una nube de luciérnagas se levantó justo delante de nosotros. Una semana después estábamos en la oficina del arquitecto Carlos Borrell y el ingeniero Carlos Franco con las curvas de nivel.
Por esos días me estaba releyendo Cartas a un buscador de sí mismo y le propuse a Diana el nombre de La Loma de Thoreau. Esta vez no lo dudamos ni por un segundo. Nos convencieron las luciérnagas.