La dictadura de
Cuba no cambia, ha probado ser incapaz de transformarse. Apenas hace pequeñas contorsiones para mantener ese presente interminable, improductivo y parasitario que ha dejado al país y a su gente sin la más mínima posibilidad de acceder a un futuro mejor… o al menos digno.
En 1980 yo tenía 13 años. Como todos los de mi edad en el Paradero de Camarones, fui internado en El Nicho, un lejano páramo de las montañas del Escambray. Un día nos subieron a un camión y nos llevaron hasta Cumanayagua. Aunque éramos menores de edad, nadie le pidió permiso a nuestros padres.
Una vez en el pueblo, nos dieron banderas de papel y huevos. “También pueden tirar piedras o lo que encuentren”, advirtió uno de los profesores. Caminamos hasta un portal enorme donde había un columpio. Era la casa de una familia que había decidido irse por el Mariel.
Entre ellos iba una niña que estudiaba con nosotros. Logré reconocerla dentro del aterrado tumulto. Todo quedó destrozado, incluso el columpio. Muchas veces en mi vida he repasado esa escena. Se repite de idéntica manera, cuadro a cuadro. En ella aparezco yo gritando: “¡Gusanos, escoria!”.
38 años después, en 2018, he visto a medio centenar de cubanos que siguen gritando “¡Gusanos, escoria!”. Son parte de la delegación que representa a la dictadura en la VIII Cumbre de las Américas. En la isla quedaron atrapados un grupo de activistas que debían participar en representación de la sociedad civil.
—¡Yo soy Fidel! —Gritaba a coro la delegación del régimen— ¡Yo soy cubano de verdad! ¡Yo soy la verdadera sociedad civil!
Eso quiere decir que, respecto a las autoridades de mi país, soy un cubano de mentira y no tengo derecho a participar de la sociedad civil del lugar donde he nacido. Hace poco, en una triste discusión, alguien me dijo que yo tenía una actitud infantil respecto a Cuba. Estoy de acuerdo.
Para enfrentarse a algo tan monstruoso, hay que tener la honestidad, la espontaneidad y la osadía de un niño. Por eso admiro tanto a los cubanos que se enfrentan a la dictadura dentro de la isla. Aun cuando tenga desacuerdos con algunos, todos tienen mi respaldo incondicional.
Mi repudio al repudio sirve de muy poco. Pero me bastaría que mis nietos lean esto en un futuro y sepan que su abuelo al menos dijo lo que pensaba, que no se quedó callado, que se arrepintió de haber ido en aquel camión y de haberse parado frente a la casa de una compañera de aula a insultar y tirar huevos.
No olvido su cara de horror. El padre la abrazaba para que los huevos y las piedras cayeran sobre él. Ella también tenía 13 años.