¿Has ido alguna vez a la playa y casi no vuelves? ¿Te has quedado casi tuerto al ducharte? ¿Te has ligado alguna vez a una mujer que te duplique el tamaño? Todo esto y más me ocurrió en Tonga pero gracias a los dioses que protegen al viajero, hoy os lo puedo contar…
Así que nos despedimos de los tiburones blancos sudafricanos y sus dientes como puños de la semana pasada y nos lanzamos al Pacífico para hablar de un país de los que pocos hablan: Tonga.
Este reino es un lugar muy particular y aunque me pasaron cosas algo indeseables, guardo muy buen recuerdo. Para que nos ubiquemos todos, Tonga queda entre Australia y la Polinesia Francesa, al norte de Nueva Zelanda y al sur de Samoa. Pacífico puro.
Lo primero que me sorprendió fue la cantidad de mormones que había. Ciertamente los he visto por muchas islas de Oceanía pero parece que los líderes de esta religión quieren que Tonga se convierta en el primer país mormón del mundo.
También me llamó la atención que, aunque la mayoría de la gente es simpatiquísima, no faltó alguna cara poco amistosa. Esto no es muy común por estos mares. A lo mejor era porque las mujeres llevan una falda que parece un saco de patatas de 40 kilos y están esperando a que salga el de cinco…
O también porque estaban obligados a utilizar generadores para disponer de energía y no se permitía la energía solar… O quizá porque el rey se había gastado un tercio de la ayuda económica externa anual en su coronación. Eso tuvo que ser un fiestorro bueno, bueno. No sé porqué no me invitaron. Yo me dejé ver por allí y nada… Será por mis pelos alborotados…
Como en otros tantos países del océano más grande del planeta, Japón es muy activo en programas de apoyo en infraestructuras y otros. Uno no sabe a ciencia cierta si es puro altruismo, remordimiento por las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial o para no tener otro voto en contra por sus prácticas en el ámbito de la caza de ballenas. En cualquier caso, Japón está presente allí en muchos programas de ayuda. Ojo, que nadie me malinterprete que yo adoro Japón y a los japoneses. En todos los sitios se cuecen habas.
Particularidades aparte, que las hay en todos los lugares del mundo, las islas son una maravilla. Incluso Tongapatu, la isla principal y en la que se encuentra la capital, Nukualofa, tiene mucho que ofrecer. Islas de pareo, playas fabulosas, cuevas intrigantes y muchas experiencias para recordar. Todo ello en un entorno de infraestructuras no tan malas.
Recuerdo cuando llegué a la cueva que hay en Togapatu. No me imaginaba estalagmitas y estalactitas en la isla. Entré con un guía por un agujero y me encontré poco menos que en Atapuerca. Lo mejor de todo, había agua. Gran parte de la cueva era un lago subterráneo de agua negra, negra y profunda.
Yo me tiré allí a riesgo de clavarme una estalagmita en el pezón izquierdo o en un sitio peor. Era tenebroso pero muy excitante. La foto en la que veis a un tío súper guapo soy yo (esta tomada desde dentro del agua).
Tras hacer piruetas varias y estar a punto de romperme la cabeza dos veces, salimos de la cueva y me fui a la otra punta de la isla. Allí entré en un pequeño local en el que tuve una experiencia romántica. Sí, sí, muy romántica. Nunca sabes donde te puede encontrar el amor (suspiros).
Había una chica atendiendo el lugar y no recuerdo exactamente qué es lo que dije pero se echó una carcajada monumental con toda la bocota abierta y giros convulsivos de cabeza que se oyó hasta en Samoa. Y a continuación me dijo: “Me encantan los hombres con gran sentido del humor, ja, ja jaaaaa…“. El eco de sus palabras retumbó en mis ya aturdidos oídos. Suena bien excepto cuando la mujer en cuestión tiene una voz súper grave, unas manos tamaño pizza carbonara familiar y unos pies que casi puedo ver hoy desde mi ventana. Todo esto sin contar que me sacaba dos cabezas y mira que yo soy tocho.
El romanticismo llegó hasta ese punto porque tenía dos opciones: 1. Me quedo allí y tan delicada dama hace de mí un zarajo de Cuenca o 2. Le digo que me tengo que ir rápidamente a comprar un bañador farda-paquete o, mejor aún, un tanga de Tonga para bailar el tango sin tongo. Me encantan los zarajos pero me decanté por la segunda opción por motivos estéticos.
Una de la experiencias que más recuerdo, de hecho más por lo dramático que por lo romántico, fue el día que me fui a una de las islas cercanas. Tuve que esperar a que llegara el barco para llevarme. No había horarios. “Cuando llegase”, me decían. En muchos de estos lugares sabes que algo va a ocurrir, ¡¡lo que no sabes es cuándo!! Un poco como en África pero salvando las distancias. Finalmente llegó y al cabo de un rato estaba en mi deseado destino.
Era una isla relativamente pequeña. Lo suficientemente pequeña como para darle la vuelta por la playa así que me dispuse a ello. Llevaba mi bañador (no, no el tanga, no os hagáis ilusiones) mi teléfono (que no tenia cobertura), mi mini-cartera y un libro. Y empecé a caminar por la playita, los pies en remojo… Una delicia… A poca distancia, la playa comenzaba a desaparecer para dar paso a manglares cada vez más frondosos. En condiciones normales esto no sería un problema pero sí lo es cuando la marea sube; algo con lo que no contaba en absoluto.
Llevaba mucho tiempo ya de travesía y la islita esta de los huev… era mucho más grande de lo que pensaba. Para cuando estaba a mitad de camino (o al menos eso creía yo), el agua me llegaba al ombligo. Había sacado la cartera y el teléfono del bolsillo y los llevaba en alto junto con el libro. Si hubiese pasado algún barco por allí habría pensado que me estaba rindiendo o vendiendo mis pertenencias.
El caso es que me vi en la siguiente tesitura: 1. ¿Vuelvo por donde vine? o 2. ¿Sigo adelante? Sabía que volver me llevaría demasiado tiempo. Por otro lado, desconocía lo que me quedaba aunque estimaba que algo menos de la mitad si la isla era simétrica pero… ¿¿y si no lo era?? ¿¿Y si había manglar hasta el punto de partida??
Al final, seguí adelante porque algo me decía que por el mismo camino nunca iba a llegar y me arriesgué. Con el agua por los pezoncillos y con mucho esfuerzo (y con los brazos en alto) seguí y seguí. Por un momento pensé que me iba a ahogar o a quedar ahí clavado a un manglar a esperar durante días a que alguien me viese. ¡¡¡Estréssss!!! ¡¡¡Mucho estréssss!!! ¡¡y tampoco podía usar el teléfono porque no había cobertura!! ¡¡¡Más estrés!!!
Cuando ya me empezaban a flaquear seriamente las fuerzas y estaba a punto de tirar todo lo que llevaba y ponerme a nadar contra la corriente, se abrió el manglar dejando visible una especie de oasis más propio de Omán que de allí. Al menos ese fue el efecto en mí (aparte de las palmeras y el agüita, jeje). Me adentré entre palmeras muertas y descabezadas para llegar a una zona de vegetación densa. Me seguí adentrando y encontré chozas abandonas y animales muertos en estado de descomposición. Por un momento pensé: “¡¡A ver si es que haga lo que haga hoy la palmo!!“.
Pero seguí y se acabaron la frondosidad y los animales muertos para terminar afortunadamente en la playa. Me arrodillé en la arena con los brazos en alto (ya no podía ni bajarlos; no los sentía), respiré y casi mando el libro a tomar por… Parecía Rafa Nadal tras ganar un partido importante pero sin el público ovacionándome ni un premio de muchos ceros esperándome.
Cuando volví a mi hotelito en la isla principal y me fui a dar una ducha para terminar de quitarme el susto, el agua no salía. En pelotilla picada empecé a maniobrar con la alcachofa y nada. Me acerqué a mirar si estaba obstruida y en ese momento salió un fino pero potente y persistente chorro de agua que casi me deja tuerto. Pensé: “Cuánto tongo tengo en Tonga…”.
El día que me fui llegué al aeropuerto con muchas agujetas por todo el cuerpo y un ojo cerrado. Aún así, al subir al avión, miré atrás y dije en voz alta: “Volveré…“.
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