Aunque mi abuelo Aurelio fue ferroviario toda su vida, no le gustaba viajar. Quizás por eso eligió el puesto de jefe de estación. Prefería ver llegar o irse a la gente, mientras él permanecía en el mismo lugar. No siempre fue así. De joven tuvo que aceptar el puesto de relevante y eso lo obligaba a pasar días fuera.
Cuando mencionaba el nombre de las estaciones donde trabajó, señalaba la dirección en las que estaban. Lo hacía como si estuvieran ahí mismo, del otro lado de la ceiba de Felo López (al este), las matas de mango de Mercedita (al oeste), la cañada del potrero (al norte) o la quinta de Dalia (al sur).
Cienfuegos, Palmira, Cherepa, Arriete, Congojas, Rodas, Perseverancia. Hormiguero, Cruces, Ranchuelo, Camajuaní, Caibarién, Isabela de Sagua, Placetas, San Andrés, San Fernando, Cumanayagua, Santo Domingo, San Juan de los Yeras, Potrerillo, Jorobada y Mataguá.
Mientras más lejos quedaba la estación que acababa de mencionar, más duro se sujetaba del brazo del sillón.
Eso, al parecer, le servía para asegurarse de que se mantenía en el mismo lugar, de que ya no tenía que pararse en la puerta trasera del último coche para ver al Paradero de Camarones alejándose.
Siempre que mi abuela proponía un viaje a casa de mi tía Titita (que vivía en la estación de San Juan de los Yeras) o de mi Tía Cary (que vivía en Cienfuegos, muy cerca de la estación de Arango), a última hora se sacaba una excusa de la manga y se quedaba en el andén, diciéndonos adiós, mientras nosotros veíamos el pueblo alejarse.
Cada vez que anunciaban un ciclón, se alegraba de no estar lejos de casa. Lo mismo hacía cuando venía un temporal o un Norte. “Esas noches de frío por ahí —decía mientras señalaba los cuatro puntos cardinales—, no parecían tener fin”. Entonces, bien sujetado de los brazos, echaba el sillón hacia atrás.
En 1975, durante la reconstrucción de la Línea Central, los trenes nacionales fueron desviados por Camarones. “¡Todavía le faltan más de doce horas para llegar! —decía cuando pasaba el tren de Santiago— ¡De verdad no me explico esas caras de felicidad que llevan!”.
Siempre que volvíamos de casa de mis tías, mi abuela y yo tratábamos de contarle cosas del viaje. Pero él nos interrumpía para decirnos todo lo que había pasado en nuestra ausencia. Aunque nunca era nada fuera de lo común, él lo narraba como si tratara de algo extraordinario.
Un día entendí que la vida cotidiana era su aventura preferida. Esa era la verdadera razón por la que no le gustaba ir a ninguna parte.