Durante los años que laboré en el Centro León, comí muchas veces junto a Marcio Veloz Maggiolo. Al mediodía, después que los tabaqueros de La Aurora oían La Tremenda Corte en la radio, Juan Miguel Pérez, Pedro José Vega y yo solíamos sentarnos junto a ellos a comer. Muchas veces don Marcio nos acompañaba.
La comida era deliciosa, pero la sobremesa mucho mejor. En ellas fue que supe de la amistad de Marcio con Carpentier y Onelio Jorge Cardoso. Conocí una Cuba que no dejaba de sorprenderme y, sobre todo, fui descubriendo esencias de la cultura popular dominicana que aún desconocía.
Al principio me pareció un tipo pesado. Después descubrí que reservaba su bondad, su sencillez y su mordaz sentido del humor para los que lo merecían. Aunque sabía que era, probablemente, el más importante escritor dominicano vivo, se comportaba como cualquier mortal.
Eso le permitía compartir secretos invaluables como el de La Miniatura, el lugar donde venden el mejor queso de hoja de Bonao, o el de esas butifarras cibaeñas que ya solo se pueden encontrar en una intrincada calle de Santiago. “¡Ah, qué maravilla!”, decía con los dedos llenos de grasa.
Un día me llevó un texto que acababa de escribir para una exposición. “No tuve tiempo de revisarlo -me dijo-, hazle todos los cambios que creas”. En verdad era una página impoluta, solo adapté alguna que otra idea al propósito de la muestra. Lo llamé para decirle. “Imprímelo”, fue su respuesta.