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VISTA ATRÁS

Japón, un destino esencial y una experiencia total

¿Quieres comer el mejor sushi? ¿Sumergirte en una cultura milenaria? ¿Paisajes y templos que quitan el hipo? ¿Limpieza automatizada en el W.C. y recepcionistas virtuales?

Hechosdehoy / José Antonio Ruiz
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¿Quieres ver el futuro? ¿Comer el mejor sushi? ¿Sumergirte en una cultura milenaria? ¿Paisajes  y templos que quitan el hipo? JAPÓN y chimpón. Este país no puede dejar a nadie indiferente y me parece un destino esencial.

Os voy a contar cómo lo viví yo. Lo que experimenté, lo que me sorprendió y ya os adelanto que volveré porque ¡¡Japón es mucho Japón!!

Así que dejamos la maravillosa Saná en Yemen y su magia y nos vamos a la legendaria nación nipona. ¡BANZAIIII!

Fui a este país hace años, bastantes años. De hecho, se me puede ver en las fotos (hoy pocas y no muy allá, lo sé) gozando de juvenil lozanía y pureza. Los almendros en flor suspiraban a mi alrededor y mi corazón rebosaba de inocencia y bellos sentimientos y… ¡BASTA!

Proseguimos… El caso es que yo vivía por aquel tiempo en Kuala Lumpur, Malasia, y tuve que ir a unas reuniones a la tierra del sol naciente así que aproveché para conocerla. Y no me defraudó ni un ápice. Fue toda una experiencia.

Comencé mis andaduras por Tokio. La gran metrópoli. Aparte de cara, es una ciudad con muchos rincones curiosos, dinámica, llena de luces (y cables) y hasta espacios zen. Porque hay parques zen con sus arbustitos, sus fuentes, sus estanques con pececillos naranjas… Yo fui a uno y me relajé mucho. Tanto que me tuve que ir porque me estaba quedando “tostao” después de un rato.

No tardé mucho en darme cuenta de que estaba en un lugar diferente. Sólo tuve que ir al baño a hacer algo más de pis para sorprenderme con el sistema alternativo al tan agradecido papel higiénico. Allí no había. Lo que había era una consola en el lado derecho del W.C. con unos botones. Yo empecé a darle allí a los botoncillos a ver qué pasaba y salió una especie de cepillo de dientes cuya cabeza giró y empezó a soltar un chorro de agua a presión. Yo no daba crédito. Limpieza automatizada. Pensaba: “¡Qué avanzados estos japos, ¿no?”. Pasé un rato allí investigando el invento y, a continuación, llamé a un amigo para contárselo. Era lo menos que podía hacer.

Para levantarme más las cejas, cuando llegué a la oficina de la empresa con la que iba a tener una reunión, en vez de haber una recepcionista, había un teléfono grandote con una pantallota y una recepcionista virtual con los ojotes redondotes como los de Candy Candy cuando veía a Archibald. Y de esto hace mucho tiempo así que me respondí yo mismo a la pregunta y me dije: “Pues sí que están avanzados, si…” y me deleité con el tamagotchi este profesional un ratejo…

La tecnología en Japón es sorprendente. Van lustros por delante del resto en unos cuantos aspectos. Yo vi aparatos electrónicos o teléfonos allí que no vi en el resto del mundo hasta muchos años después. Impresionante.

Tras disfrutar unos días de la ciudad y de sus muchas particularidades, antes de arruinarme me dispuse a salir rumbo a Nagoya. Estaba emocionado porque iba a coger el tren bala, el famoso Shinkansen. ¡Ojo! que estos trenes de alta velocidad funcionan desde 1.964. No, no me he equivocado en ningún número. En los sesenta… Cuando aquí iban diez miembros de la familia apiñados sudando la gota gorda en el Renault R8 del abuelo con las bolsas saliéndose por la ventanas para pasar el domingo en el campo con unos chorizos y unas tortillas, en Japón iban en trenes a 285 km/h… Y allí estaba yo todo trajeado llegando a la estación para darme cuenta de que me quedaba poco tiempo y de que no había nada escrito en inglés por ningún sitio.

Como mi japonés era algo peor que mi esquimal del norte de Groenlandia, es decir, nulo, las pasé canutas corriendo contrarreloj por los pasillos arrastrando mi maleta y con la corbata tapándome la cara. Los japoneses tampoco eran de mucha ayuda por el idioma así que casi me da un pasmo. Al final, llegué.

Ante mí ya estaba el Shinkansen. Azul brillante, de atractivas líneas curvas, esbelto, poderoso… Suspiré, me agaché para atarme los cordones del zapato derecho y, cuando levanté la mirada, el tren ya no estaba delante de mí. Ni un chirrido, ni un silbato, ni un “¡¡pasajeroto abordoto godaemásss!!” ni nada de nada… Os juro que no lo oí ni lo vi marchar… Se me cayó el alma a los pies. No por llegar tarde a Nagoya sino porque el siguiente salía muy tarde y ya no tendría otra oportunidad.

No me quedó otra opción que buscar un tren que hiciera la misma ruta y lo encontré tras muchos gestos e indicaciones en el mapa. Era el tren regional de tercera que paraba hasta en los quioscos de los pueblos. Tardé unas cuantas horas, sudé como un cerdo y compartí vagón con gallinas, bicicletas y hasta pobres vagabundos. Igualito que el Shinkansen. En cualquier caso, fue inolvidable y pude ver el entorno con calma. Mucha calma. Los japoneses son, en general, tímidos pero muy educados y amables. No dudé en compartir con ellos alguna conversación con lenguaje de signos (inventados…).

En Nagoya me adentré en el interior del país para visitar una empresa que me esperaba para hacerles una presentación sobre un producto informático. Hacían cohetes o no sé que cosas. Unos cracks.

Lo primero que aprendí fue a saludar. Allí, por motivos de respeto, y según la posición en la empresa, la edad, etc. hacen una reverencia hacia delante con los brazos a los lados, estirados y pegados al cuerpo. Claro, yo era el invitado y mi primer interlocutor (de unos 40 años) hizo una reverencia para mostrarme sus respetos. Yo le seguí pero inclinándome más que él. A continuación, él volvió a hacer otra reverencia pero con mayor inclinación. Y así seguimos hasta que nos dimos un cabezazo, nos miramos y nos incorporamos rápidamente con un gesto de “mejor lo dejamos”.

Con la frente como la bandera de Japón (por el coscorrón), me llevaron a una sala con una mesa gigante, unas doce personas alrededor y una gran pantalla al final de la misma. La media de edad, sin exagerar, incluyendo a mi amigo “coscorronero” no bajaba de los 80. Yo era muy joven y, ni aún así, pude bajar la media un pelín. Eran samurais de los de verdad pero sin el disfraz de tortuga ninja.

El que se sentaba en uno de los extremos de la mesa soltó una parrafada en japonés en un tono de los más imperativo (y es que los japoneses parece muchas veces que te están echando el broncón pero nada que ver). Sonó algo así como: “Asssoooo, achió guenki deská, jummm, firiosán na guenqui des…”. Yo no sabía si me decía: “Gracias por tatuarte en la frente la bandera de nuestro país, querido amigo. Bienvenido” o “¡Comienza ya, pendejo! que la ceremonia del té está por comenzar.”.

Yo hice mi presentación en la pantalla. Que si el software hace esto, que si soluciona aquello, que qué necesitaban y cómo les podía ayudar… Ellos, mientras, se iban durmiendo uno a uno hasta que quedamos “coscorroncio” y yo. Yo estaba algo desconcertado (luego aprendí que esto es muy normal) pero, al terminar, de repente, Samurai Boss dijo en un muy decente inglés: “Querido José Antonio, has llegado en este viaje a Japón desde Corea pero vives en Malasia. No obstante, eres español pero nos hablas en inglés. Adicionalmente, trabajas para una empresa holandesa y nos traes un software desarrollado en la India que tiene los menús en chino y que se comercializa desde Singapur… ¿Y me lo pretendes vender?“. No me quedó otra que responder: “Así es, señor. Todo lo que usted dice es correcto.”. Y me marqué una reverencia que casi rompo la mesa.

¡¡La semana que viene os cuento más!! Que queda mucho y bueno…¡¡Hasta entonces!!

Mientras tanto, podéis leer sobre otros destinos, experiencias y anécdotas en Asia. Por ejemplo, cuando me fui a aprender meditación a Bután, cuando me acosaron en Timor Oriental o cuando fui a conocer Bangladesh

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