Histeria en Nepal o aquella vez en la selva de Chitwan
A mitad de la caminata se creó un caos con personas corriendo en todas las direcciones, con los ojos desorbitados, gritando y señalando el lugar de su cuerpo víctima de las sanguijuelas.
Esta semana os dejo otra anécdota que nunca se me olvidará. ¿Cómo se me podría olvidar? Recuerdo aquella vez en la selva de Chitwan en Nepal. En pleno monzón, por cierto, que era más barato.
Llovía mucho, como dictan los monzones, y allí estaba yo con mi novia de aquel entonces. Más maja que las pesetas. El caso es que no podíamos hacer nada de lo que habíamos planificado y charlábamos con otros huéspedes del lugar sobre la cantidad, el tamaño y el color de las cucarachas de nuestras cabañas.
En ese momento, el guía dejó de hurgarse los orificios nasales para proponernos una caminata por la selva hasta el río y volver con la corriente río abajo. Había opciones de ver rinocerontes ¡y tigres! (habéis leído bien. No la ardilla roja de la Dehesa de la Villa, no… ¡TIGRES! Con sus colmillos amenazantes y sus garras terroríficas). Claro, se nos pusieron los ojos como platos y nos desperezamos rápidamente. ¡Empezaba la aventura!
Liderando el grupo iba el guía, quien fue velozmente rebasado por un japonés que iba haciendo ruidos extraños entre el follaje (desconozco qué libro se había leído sobre fauna o qué pastilla se había tomado) cuya mujer cerraba el grupo. En medio, una austriaca de pelos cortos y mirada perdida, un pálido y flacuchento inglés, una nepalí que había vuelto a su país tras ser expulsada por la Madre Teresa de Calcuta en la India y huir de su maltratador marido… en fin… por último, mi novia y yo. No diré nada sobre nosotros para que convenientemente parezcamos los normales de la historia. En cualquier caso, parecíamos la pandilla calavera.
Como todos sabemos, o deberíamos saber en estas circunstancias, a las sanguijuelas les encanta ducharse con la lluvia y, de esa, mucha caía. Total, que empezaron a saltar sanguijuelas de las plantas, del suelo, de los árboles… indiscriminadamente. A mitad de la caminata se creó un caos inverosímil con personas corriendo en todas las direcciones, con los ojos desorbitados, gritando y señalando el lugar de su cuerpo víctima de estos dóciles animalillos. La austriaca corría con una en el dedo, mi novia con una en el cuello, el inglés se presionaba los tobillos haciéndole correr de una forma muy singular… y a la pobre japonesa le cayó una en el pecho izquierdo.
Cada cual trababa de ayudar a su pareja o a quien tenía más cerca pero el amigo japonés estaba a centenas de metros buscando no se sabe qué y allí estaba yo, que no hacía más que escuchar gritos del tipo: “¡Con el repelente de mosquitos! ¡Con el repelente de mosquitos!”, “Ejerced presión! ¡Ejerced presión!”… El japonés no aparecía por ningún lado, la japonesa no paraba de llorar y gritar y la mancha de sangre se extendía por su pecho…
-Segundos más tarde-
Llegó corriendo el japonés atendiendo a la llamada de desesperación y allí estaba yo, pechillo japonés en mano, ejerciendo presión y con el repelente de mosquitos en la otra… ¿¿Qué iba a hacer??
Pero esto no acaba aquí, señores, no. Pasado el incómodo momento, salimos todos corriendo hacia el río: “¡¡A las canoas!! ¡¡A las canoas!!! ¡¡Que viene un tigre!!”. Pues nada, nada, ¡¡A las canoas!!. Allí llegamos exhaustos para abordar corriendo una canoa de madera alargada con cuatro tablas separadas entre sí para poder sentarse.
Fue un momento de alivio. Ni venía ningún tigre, al menos que pudiéramos ver, ni las sanguijuelas llegaban a la orilla ¡Uf!. Nos dispusimos a quitárnoslas unos a otros hasta que, sin venir a cuento, comienzan a salir arañas blancas en manada de debajo de las tablas… Parió la abuela…
“¡¡Dios mío!! ¡Dios mío!!”, se oía a lo largo y ancho de tan estrecha embarcación mientras todos se levantaban y daban nerviosos saltos y lanzaban frenéticos pisotones a todo lo que se movía. “¡¡Las arañas!! ¡¡Las arañas!! ¡¡Las sanguijuelas!! ¡¡Las sanguijuelas!!” Y a uno no se le ocurre otra cosa que gritar: “¡¡El tigre!! ¡¡El tigre!!”…
En ese momento, al tiempo en el que nos alejábamos lentamente de la orilla, a mí me dio un ataque de risa. ¡No la podía contener! ¡¡Aquello era de locos!! y, por si no había suficiente desmadre ya organizado, el inglés puso la puntilla. Mientras trataba de quedarse lo más estático posible en una de las puntas de la canoa, exclamó al cielo vociferando: “¿¿¿Queréis quedaros quietos??? ¡Con tanta histeria y movimiento la canoa zozobra! ¡¡y nos vamos a caer!! Y por si no os habéis dado cuenta… ¡¡¡Esto está lleno de cocodrilos!!!”. Fue ahí, en ese instante, en el que la locura colectiva llegó a su punto más álgido: “¡¡Las arañas!! ¡¡Las sanguijuelas!! ¡¡El tigre!! ¡¡¡¡Los cocodrilos!!!!”…
Al final, las sanguijuelas terminaron en la orilla, las arañas en el agua, el tigre nunca apareció y los cocodrilos sumergieron sus ojos saltones en la corriente… En silencio, cabizbajos y emocionalmente aturdidos, llegamos lentamente río abajo hasta las cabañas. El guía volvió a sus orificios nasales y nosotros a contar cucarachas. No se volvió a hablar del asunto. Hasta hoy.
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