Detesto los nacionalismos. Incluso si llegara el día de la reunificación de Las Villas y mis coterráneos decidieran separarse de Cuba o en el hipotético caso de que el Cibao tratara de independizarse de República Dominicana, me abstendría de jurar por esos sentidos de mi pertenencia.
Como Jorge Drexler, prefiero cualquier quimera a ese trozo de tela triste que es siempre una bandera.
El nacionalismo y, sobre todo, el patrioterismo, me parecen una farsa muy lamentable y peligrosa que solo ayuda a los que no tienen argumentos reales para mantenerse en el poder o llegar a él.
Por instinto de conservación y, sobre todo, por experiencia, desconfiaría de cualquier alianza que involucre a individuos de la calaña de Pablo Iglesias, esos que sin ningún tipo de pudor ni estómago eligen sus muertos, sus reprimidos y sus derechos.
Todos los muertos y todos los reprimidos deben importarnos lo mismo, como los derechos tienen que ser los mismos para todos. A los 50 años, pocas cosas me asquean más que la doble moral (debe ser porque nací y crecí en una dictadura, la de Cuba, donde es moneda corriente).
Mariano Rajoy es, junto a Pablo Iglesias, el resultado de la gran decadencia en la que se encuentra hoy la política española y su gestión de la crisis de Cataluña es vergonzosa y, sin duda alguna, criminal (no tiene que haber muertos para que se cometan crímenes).
Se debería convocar a un referéndum legal y, si lo ganan los independentistas, declararse la independencia de Cataluña. Si se impone la permanencia en España, también debería respetarse… ¡y honrarse!