Conocí a Conde Olmos en la redacción de El Caribe. No puedo decir que fuimos amigos, pero gracias a nuestras conversaciones (y discusiones) literarias, acabamos saludándonos con fuertes abrazos. Entonces él era el jefe de cierre del periódico y yo perpetraba su suplemento cultural.
Durante 20 años nos seguimos encontrando, con cierta regularidad, en el mismo sitio: la librería Cuesta en Santo Domingo. Cada vez que llegaba al lugar, miraba entre los pasillos para ver si daba con él o con Vianco Martínez. Tarde o temprano uno de los dos (o los dos) aparecía.
Entonces nos enfrascábamos en largas conversaciones (y discusiones) literarias. Conde, que estaba mucho más al tanto que yo de los autores contemporáneos, solía ir hasta algún estante para traer un libro que me recomendaba con vehemencia.
Un día llegó cuando ya me iba con los cuentos completos de Joseph Conrad. “Asere —dijo abriendo los brazos— es que tú siempre apuestas al caballo ganador”. Como no podía llevarse todos los libros que quería, acababa leyendo por los pasillos, mientras se rascaba la cabeza nerviosamente.
Su humildad era tan apabullante como su cultura. Quizá por eso nunca lo valoraron como merecía, tanto profesional como humanamente. No supe que estaba enfermo. Me enteré de su muerte por un video en que Vianco le despide el duelo. Me hubiera gustado estar entre ese puñado de amigos que lo llevaron al cementerio.
Hoy, al entrar a la librería Cuesta, busqué a Conde por todos los pasillos. Eso seguiré haciendo siempre que vuelva. Nada le impedirá, a uno de los lectores más grandes que he conocido, regresar a su hábitat preferido. Ni siquiera la muerte.