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DEMOCRACIA

Ciudadanía civil, política y social y dilemas del ciudadano

En los códigos legales que rigieron las primera sociedades sedentarias y estatales aparecen obligaciones de lo que hoy conocemos como derechos sociales, políticos y civiles regulando las relaciones entre individuos y miembros de la sociedad.

Hechosdehoy / Fernando I. Ferrán

En los códigos legales que rigieron las primera sociedades sedentarias y estatales aparece toda una serie de obligaciones de lo que hoy conocemos como derechos sociales, políticos y civiles regulando las relaciones entre individuos y miembros de la sociedad. Precisamente, los derechos y deberes reconocidos en esos códigos conferían al individuo la condición de ciudadano dotado de ciudadanía. En sociedades preestatales, como las bandas recolectoras, por ejemplo, no existió una realidad similar, muy probablemente porque se trataba de agrupaciones culturalmente mucho más igualitarias, con una organización social simple y sin códigos legales escritos.
 
Hace ya más de 26 siglos en Grecia se discutía acerca del ciudadano, pues no existía consenso acerca de quién ostentaba tal distintivo. A mi entender la convicción de Aristóteles fue la que se generalizó.
 
En la tradición aristotélica, ciudadano significa solamente al sujeto capaz de participar de manera estable en el manejo de la cosa pública -de conformidad con lo establecido en la ley- por efecto de su poder de decisión colectiva; y, recíprocamente, ciudadanía es el concepto que entraña la condición formal otorgada al ciudadano de ser miembro de una comunidad constitucional y legalmente organizada.

Por vía de consecuencia jurídica, en la cuna de la democracia, esclavos, mujeres y hombres libres pero no propietarios, no ostentaban la condición de ciudadano y por eso mismo no participaban con poder de deliberación y de decisión en el Ágora ateniense.
 
Entendida así, la ciudadanía es inseparable de un cierto conjunto de individuos organizados políticamente y dependientes de un devenir histórico en constante proceso de construcción, eventual destrucción y/o regeneración de la sociedad debido a la intervención ciudadana.
 
Con el pasar del tiempo, tres son las dimensiones singulares de la ciudadanía que se decantan y aúnan de manera acumulativa en el mundo occidental. La ciudadanía civil -relativa a la libertad subjetiva y al derecho de propiedad- predominó en el siglo XVIIIl. El siglo XIX fue el de la ciudadanía política, religada al derecho del voto y del libre derecho de organización social y pública. Y por último, ya en pleno siglo XX, surge la dimensión social, relacionada con los sistemas educativos y el Estado de bienestar.
 
De esa composición tridimensional resulta que la ciudadanía es tan civil, como política y social. Fruto de la maduración temporal de la práctica ciudadana, ninguna de esas dimensiones es hoy día concebible como excluyente de las otras dos.
 
En ese contexto, lo significativo en términos de democracia es que, cuanto más se fortalezca y estreche la línea continua que relaciona la ciudadanía con el mundo político, más se abstrae al ciudadano de su dimensión más íntima, subjetiva, singular, pues se le sustrae progresivamente de sus tareas y responsabilidades privadas. In extremis, el ciudadano podría encaminarse a alienar su propia subjetividad y quedar atrapado unidimensionalmente en la objetividad de la esfera pública.
 
Sin embargo, ni la ciudadanía ni el ciudadano de carne y hueso se reducen a ser meras entidades atrapadas en su objetividad histórica. No en vano el Estado nación contemporáneo ha dejado de ser el único centro de autoridad.
 
La desarticulación del individuo expuesta en el ya superado postmodernismo por medio de la aversión, incredulidad y deconstrucción de los metarrelatos (Pluckrose; Weigel), atraviesa por la ausencia, tanto de la nación, como de sus tradiciones y sus fuentes de autoridad. Esa ausencia y desintegración se debe en buena medida a que, si lo que si acaso constituye una nación como la dominicana es su memoria histórica común, cuando sus tradiciones e historia se enseñan y comunican de forma harto superficial y deficiente, los jóvenes no le prestan atención y los adultos más cualificados no pueden menos que resentir y resistir con escepticismo y algo de sinsabor la desintegración que aparenta ser tan inminente como inevitable.
 
La conciencia consciente de la tradición nacional, así como la voluntad que se apega a ella, más pronto que tarde se conforman y dejan de autoengañarse y consolarse. Las acosa la premura por adaptarse a los nuevos tiempos y a la reactiva indiferencia de las próximas generaciones. En definitiva, desconcertadas, buscan cómo ennoblecer esa tradición, pero sin por ello saber a priori cómo hacerla compatible a la indifernecia de las próximas generaciones y, al mismo tiempo, valedera en medio de un mundo cada día más globalizado.
 
De ahí que el dilema contemporáneo del ciudadano -inmerso no en una ciudad-Estado, sino en un Estado nación- ha llegado a ser de tal magnitud que se sabe atrapado en medio de una contrariedad no siempre reconciliable:

  • No abandonar el espacio público ni abstenerse de su participación ciudadana, la misma que reconoce y reitera su ciudadanía política en un estado de cosas nacionales de incipiente tradición democrática; pero, al mismo tiempo,
  • Reconocerse comprometido con un ámbito internacional dado que la formación nacional del Estado ya no es el marco de referencia auto suficiente de la ciudadanía y de las autoridades nacionales para enfrentar desafíos globales como son el ritmo de la ciencia y de la tecnología, el cambio climático, la amenaza nuclear, el desenvolvimiento comercial y económico de las naciones, las migraciones, el crimen trasnacional, la paz mundial y tampoco otros más inmediatos como la realización de la vocación personal o la satisfacción de las expectativas de bienestar individual y familiar.

El objetivo final de actuar en ambos espacios, el de la comunidad local y la internacional, es el mismo. Se trata de reivindicar la dignidad de la existencia humana y convivir acorde con condiciones institucionales de franco desarrollo, al tiempo que se enarbolan valores universales como la paz, la fraternidad, la justicia, la equidad o, en síntesis, la libertad en sus múltiples manifestaciones.
 
Ciudadano y ciudadanía son términos interdependientes

Pero, ¿qué puede esperarse de un estado de cosas democrático en el que el ciudadano -inconsciente de su condición- se desentiende de su ciudadanía y lo deja todo en manos de la formalidad garantista de un Estado repleto e incluso agobiado de leyes y derechos formales?
 
Antes de procurar respuesta a esa pregunta, en función del caso de la democracia dominicana, concluyamos por el momento que ciudadano y ciudadanía son términos interdependientes. El primero es la realización o sustento fáctico del segundo y éste la calidad del primero. La interrelación de ambos transcurre en el contexto de un Estado político, pues el ciudadano es una persona considerada como sujeto de un Estado que le concede la ciudadanía y lo hace titular de derechos y obligaciones, según su propio ordenamiento jurídico.
 


Fernando I. Ferrán

Investigador y profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, en Santo Domingo, República Dominicana. Tiene una maestría en Antropología Social, en la Universidad Loyola de Chicago, Estados Unidos, y un doctorado en filosofía en la Universidad de Lovaina, en Bélgica.

Ha sido editorialista y director del periódico El Caribe, director corporativo de la Unidad de Inteligencia de VICINI -hoy Inicia- y director de Inteligencia Diplomática de la Cancillería dominicana. También, en Costa Rica, profesor – investigador del Centro de Investigación y Enseñanza, CATIE, del sistema interamericano.

Es autor de diversos estudios antropológicos y de filosofía, en y fuera de la República Dominicana, así como de artículos periodísticos y técnicos en publicaciones especializadas. 
 

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