En función de la concepción no exclusivamente electoral de la democracia, ésta -reconvertida en autoridad y legitimidad en el uso del poder en función del orden avalado como expresión de la voluntad popular- traza hoy día la línea de Pizarro en suelo americano. Regímenes políticos autoritarios y despóticos, de un lado, y, del otro, instituciones razonablemente organizadas y asentidas por la ciudadanía en libertad. En éstas se manda con el ejemplo, en aquellos con la intimidación y la fuerza bruta.
Deficiencias del poder democrático
En ese contexto, las tres variables que predominan e inciden a modo de talones de Aquiles del régimen político regional son las siguientes:
- La impotencia del voto ante malos candidatos y peores funcionarios cuando abusan del poder. Por supuesto, y esto está fuera de duda: en una sociedad libre se puede sacar a la luz todo aquello que anda mal, por medio de las elecciones “libres”. Esa es la gran superioridad de las sociedades abiertas sobre las dictaduras. Sin embargo, el principio de “un hombre un voto” ni siquiera puede garantizar en algún régimen electoral conocido que sean los mejores y más eficientes funcionarios públicos lo que salen electos en las urnas. Y por añadidura, ante cualquier modalidad de mal uso y abuso del poder, no cuenta con sistemas para revalidar la presunta legitimidad de la representación otorgada el día de las elecciones.
- El lastre del representante que no representa. Las consecuencias prácticas de dicha impotencia democrática en la Región se evidencian en políticos partidistas y funcionarios públicos deliberando a puertas cerradas y en conciliábulos. De sus decisiones y acciones excluyen a quienquiera que no sea o represente a uno de sus superiores jerárquicos y partidistas, debida excepción cuando se trata de los miembros de los poderes fácticos de la sociedad dominicana.
- La pérdida de soberanía del pueblo. Puesto que la democracia es un ejercicio de soberanía del pueblo (Sztajnszrajber 2019: 281), cuantas veces un ciudadano y todos juntos a la vez son privados de esa participación y deliberación en medio de un tipo de régimen político excluyente, acontece que la soberanía deja de ser del pueblo y pasa a ser relicario entregado al libre albedrío de los representantes de los otros.
Efectos negativos:
De no corregirse esas deficiencias conceptuales y operativas, la democracia que un día se concibe como expresión del pueblo soberano, termina días más tardes arrinconada en sus antípodas con la rendición de su soberanía en manos de ficticios servidores y funcionarios públicos. Y, mientras el tiempo continua su lento caminar, los efectos perturbadores de la delegación de poder a las autoridades-democráticas-legitimadas por la vía electoral en el país son los siguientes:
a) Democracia atascada. La democracia finaliza atrapada en un aparato estatal autónomo que opera al margen de su propia legalidad y prescindiendo de la multitud acéfala de ciudadanos corrientes.
b) Malestar electoral. En los certámenes electorales, como en todo negocio lucrativo, candidatos, partidos y otros invierten fuerte sumas de dinero que han de recuperar eventualmente con creces. Candidatos, engalanados por efecto del Photoshop, aspiran al favor popular desprovistos de valores e ideologías que no sean defender figuras enardecidas por el omnipresente presidencialismo que, emulando al célebre Rey Sol de Francia, Luis XIV, piensan poder reencarnarlo utilizando el voto popular. Y del lado de la ciudadanía yacen los ciudadanos, diferenciados de sus representes y grupos de poder, y cada vez más aislados en medio de una sociedad intrínsecamente desigual y disociada.
Atascada y malvista por grandes mayorías de ciudadanos venidos a menos, la democracia en cuestión -en grandes partes de nuestra América- está en manos hoy día de vulgares émulos del rey Midas que desvirtúan todo lo que tocan. Gobernantes y prohombres de esa Frigia latinoamericana corrompen todo lo que administran con el mismo oro que compra el progreso, la modernización y la desinstitucionalización de países enteros.
Al rescate de la conciencia democrática
Del reino de ese mundo -hechura de la realpolitik criolla secuestrada por infinidad de artimañas políticas que manipulan los nuevos saduceos del poder- es menester rescatar la conciencia crítica de la ciudadanía nacional, so pena de presenciar en un tiempo prudente el deceso de cualquier concepción históricamente democrática. (1)
Esa conciencia ciudadana, interactuando con cierta institucionalidad democrática, es la que se enseñorea de ideas, principios, valores y lealtades -no solo de métodos y formalidades democráticas- que llevan al ciudadano a sacrificarse voluntaria y conscientemente por la patria, así como a ser razonables, secundar la palabra empeñada, implementar mejores políticas públicas, rendir cuentas por el último centavo del erario público, apartarse de legítimos intereses particulares, confirmar el ordenamiento jurídico del país y por fin abonar -con su ejemplo- la promoción recíproca de cada miembro de la población como principio y fin último de una sociedad cada día más recta, inclusiva y participativa.
Ante ese desafío de formación democrática de la conciencia, no se trata de ser optimista, realista o pesimista, sino de reconocer veraz y objetivamente si en medio del proceso democrático de composición nacional de nuestros respectivos países se sigue reproduciendo el antiguo régimen del “más de lo mismo”.
Ese régimen pseudo -y por veces francamente anti- democrático está repleto de mediocres dedicados a la “mediocracia” política del extremo centro, en palabras de Deneault (2015); o bien, de ineptos y corruptos entregados a la “ineptocracia”, según la terminología supuestamente empleada por el filósofo francés Jean d´Ormesson (ver, Muñoz Pardo 2018) y que el profesor de Georgetown, Jason Brennan, advierte que atenta “contra la democracia” (2016).
De ambas instancias, la mediocracia y la ineptocracia dominante, proviene el irreverente adagio tan usual entre los dominicanos, “búsquenme lo mío”, porque presupone otro dicho inaudito: “A la patria que la vendan y a mí que me den mi parte”.
Si por la gravedad de los hechos, la patria -y no solo su régimen democrático- está igualmente empantanada, tanta ineficiencia del estado de cosas resultante explicaría e ilustraría la espiral decadente de una variante democrática intrínsecamente desvirtuada, pues en ella trepan, mandan y progresan ineptos y mediocres en la medida en que se venden y compran como si nada votos, voluntades y conciencias.
Por ende, concluyo indicando ante el porvenir lo que desde el presente vengo repitiendo críticamente, a modo de “pobre diablo”; esto es, que se debe o mejor dicho debemos modificar la formación del ciudadano, institucionalizar sus realizaciones de conformidad con el derecho democrático y garantizar así su participación ordenada en los asuntos públicos, de modo a enriquecer el legado cultural de la población.
Nuestro tiempo
Tanto revalorizar la participación y el interés político de la población, como redimensionar el valor y la materialización de la cultura democrática, significan un desafío crítico para las nuevas generaciones; tan crítico y fundamental que hay que apostar y empeñarnos por que sea posible realizarlo. Y que conste; ese desafío hay que afrontarlo en medio del desánimo e impotencia que ocasionan un régimen electoral en vías de acabar siendo un perfecto “hackeo” de conciencias y una rebuscada manipulación de sentimientos y de voluntades.
Teniendo ese mal de fondo, el tiempo presente no llega solo. Con él viene la era de la globalización y del conocimiento (2), de la mano del desmedido ritmo de la idiotez democrática.
Efectivamente, todos lo sabemos, con el presente se introducen en la Región centroamérica y de las Antillas mayores, los coletazos de la globalización y la revolución científico-tecnológica.
Ambos son fenómenos característicos de la civilización contemporánea. Pero si prevalecen es porque se introducen a ritmo -dicho en clave caribeña- de tambora, dado que su compás aúna y conjunta, pero sin confundir estas tres distinciones originarias de la idiotez:
- La primera y más fundamental proviene de la Edad de Oro en Grecia. Desde aquel entonces los autores calificaron como idiotas a cuanto ciudadano dejaba de preocuparse y de atender los asuntos de interés general en la Ciudad-Estado, pues así se ponían a un lado de la comunidad, dejaban de ejercer su ciudadanía, menospreciaban la volatilidad institucional y minusvaloraban la corrupción que siempre está al acecho del régimen democrático.
- La segunda referencia endilga la idiotez a esa legión de sujetos que en la actualidad, -fieles adeptos a expresar opiniones de manera no verificada ni contrastada objetivamente con ideas y verificaciones objetivas-, comparten su falta de entendimiento y de instrucción con sus interlocutores.
- Y la tercera, imputa la idiotez a ese batallón de profesionales de la política y autoridades públicas que se presentan engreídos ante la población pero sin méritos ni fundamentos democráticos para ello, de forma que, tomados de la mano de aquella población abren, en plena civilización contemporánea, las compuertas a la sumisión del intelecto a la doxa platónica.
Así, pues, en pleno siglo XXI, en medio de una civilización pretendidamente globalizada y postmoderna, el empoderamiento de la susodicha idiotez constituye un antiguo fenómeno renovado.
De manera circunstancial e infrecuente, opinamos y pretendemos inmiscuirnos en asuntos de política, aduciendo haber salido de la cueva de la República de Platón y de la oscuridad de la Edad Media gracias a la Ilustración, a las revoluciones americana y francesa, así como a las sucesivas cuatro revoluciones industriales acontecidas durante los últimos cinco siglos.
Y es cierto, somos fieles creyentes de lo que queremos hacer y pretendemos expresar; pero sin más.
“Sin más”, porque no nos adentramos en los intríngulis de la política y ni siquiera verificamos objetivamente el valor y el alcance real de un sin número de percepciones, pareceres, repeticiones miméticas, gustos e íntimas convicciones que amoldan la moda ideológica, el discurso correcto, la opinión pública y los temas de debate en el ágora, en tanto que todos ellos son deducidos y promocionados en última instancia (i) por las nuevas tecnologías de la comunicación, (ii) por la maledicencia del “tonto culto”, (iii) por las ambiciones desmedidas de profesionales de la política y no menos decisivo (iv) por las artimañas económicas y publicitarias del mercado consumista.
(i) Redes de comunicación. «Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles«. Según las declaraciones periodísticas no desmentidas de Umberto Eco (2015), “si la televisión había promovido al tonto del pueblo, ante el cual el espectador se sentía superior«, el «drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad».
Obviamente, Eco bien sabe que el avance de la Internet es irreversible, que en cierta medida al menos hace sentir empoderados a usuarios que antes permanecían simplemente desprovistos de palabra ante autoridades de intelecto más desarrollado, y por eso advierte que el problema de la Red «no es solo reconocer los riesgos evidentes, sino también decidir cómo acostumbrar y educar a los jóvenes a usarlo de una manera crítica» (Ibid).
El consejo es prudente pues, si bien las redes sociales “empoderan” en el mundo de la “ciberpolítica” poblada de “ciberactivismo”, “hacktivismo político” e incluso de poltrón “slacktivismo” (Merejo 2019b), no por tanto dejan de inducir la opinión pública hacia intuiciones y pensamientos sociales circunscritos a los fugaces y limitados caracteres de un tuit y las sentencias de “influencers” que reciben y/o reclaman para sí el título de duchos y expertos en los más variados e intrincados temas del saber y del comportamiento humano.
Ante la distracción de infinidad de mensajes y la premura de los acontecimientos significados, no hay tiempo para detenerse a desmenuzar y reflexionar detenidamente cuestiones difíciles. El estudio y el análisis molestan, aburren, fastidian, importunan o, por el corre corre de la vida diaria llena de urgencias e inmediateces, se posponen a las calendas griegas. Van contracorriente, como el debate sustantivo en cualquier sociedad, al momento de tomar deciones decisivas a quienes creen o dicen vivir en democracia. Y por eso también el espejismo por ahora insuperable de los tiempos de la idiotez, sea ésta política o simplemente sociocultural.
No solo en el Congreso se pide a los ilustres representantes del pueblo que voten, sin leer ni saber qué votan.
(ii) Maledicencia del tonto útil. Fue Shakespeare el primero que acuñó la expresión “tonto culto” en su obra: Afanes de amor en vano (Acto V, escena II). El rey de Navarra y sus amigos han prometido prescindir de los placeres de la mesa y el amor para encerrarse a estudiar, aunque su pasión por el saber es “tan postiza” -según la feliz expresión de Javier Cuevas (2019)- que rompen su promesa en cuanto aparece la primera falda, y la princesa de Francia y sus damas se burlan de ellos con estas palabras: “Nadie queda atrapado con tanta fuerza / como el ingenioso convertido en tonto. Pero la estupidez, cuando nace de la sabiduría, / tiene la autorización de la sabiduría, la ayuda del estudio / y la gracia del ingenio para perdonar al tonto culto”.
Se trata de un falso sabio, alguien cuya pasión por conocer es frágil, pasajera y ornamental, más chispeante que profunda, porque la concibe como algo para brillar y lucirse en cualquier pasillo cortesano, juego de salón o vitrina de mercado.
Desconozco si fue a la luz de esa obra o auscultando la realidad diaria, que surgió la expresión de Hans Magnus Enzenberger: los “analfabetos secundarios” (1986). Este nuevo sujeto, producido en masa por instituciones educativas y centros de investigación, se precia de poseer todo un acervo de conocimiento útil que, sin embargo, no lo lleva a cuestionarse sus fundamentos intelectuales. “El “analfabeto secundario” se precia de poseer todo un acervo de conocimiento útil que, sin embargo, no lo lleva a cuestionarse sus fundamentos intelectuales”.
En cualquier hipótesis, esa falencia del analfabeto y aquella doblez del tonto perjudican siempre y negativamente la calidad social del ciudadano, verdadero y único principio y fundamento original de cualquier régimen democrático contemporáneo.
(iii) Ambiciones de los profesionales de la política. A este propósito, ver los argumentos de Juan Luis Cebrián (2019) y de Innerarity (2019), a propósito circunstancialmente de la inteligencia de los electores (españoles) y, en particular, que “en una sociedad del conocimiento los Estados ya no tienen enfrente a una masa informe de ignorantes, sino a una inteligencia distribuida, una ciudadanía más exigente y una humanidad observadora” (Innerarity Art.cit.).
De ahí que Cebrián (Art.cit) argumente que “los ciudadanos (españoles) no votaron mal en abril, fueron los líderes quienes antepusieron su mediocridad a la interpretación de los deseos de los votantes y confundieron el interés general con sus particulares ambiciones”.
Es a cuanto político profesional anteponga sus intereses a los de la ciudadanía que, de conformidad con la segunda acepción de la palabra “idiota” que da la Real Academia de la Lengua, habrá de considerársele en lo sucesivo como tal. Tanto porque viola la confianza depositada en él, como porque violenta la voluntad popular, el contrato social y el bien común de toda una población.
(iv) Al tiempo que se hablaba de la victoria del “yo” y su potencia innovadora, surgió con fuerza el mercado con su versión consumista, esa misma que extraña y avasalla como sujeto al “nosotros”. El mercado, con el señuelo del cambio y la prosperidad de un sujeto puesto a consumir con el espejismo de su ostensible progreso y mejoría, construye la realidad social contemporánea. Por basamento tiene las infinitas innovaciones tecnológicas y el derroche de cambiantes objetos puestos a la venta.
Su intrépido ritmo de invención, crecimiento y avance viene dado por un simulado escaparate comercial de ambiente siempre accesible, dada la similitud seductora de artículos originales o bien imitados y al alcance del bolsillo de todos. Individuos y grupos humanos van y vienen, y todos mueren agotados, buscando cómo mantenerse al día y lucir su prosperidad y cara más feliz.
Entretenidos así, se anima y mantiene vivo un mercado que apuesta a la irracionalidad superficial de cada consumidor, -mientras rige una economía de excesos y vanidades que no deja de embaucar a todos por igual-, evidenciándose por ende el vulgar y ligero sentido democrático de la existencia humana que tienen quienes pretenden manejarla.
En definitiva, se trata de algo así como si lo que importara hoy día no fuera buscar la verdad y hacer el bien, evitando errores y deficiencias, sino disimularlos y adornarlos con la apariencia -solo eso, lustre- de poder y de saber en un mundo en el que se valora más tener, aparentar y hacer que ser, saber y contemplar. A partir de tanto disimulo y teatralidad, …que siga el espectáculo, que continúe el juego, y que se aprenda a seguírselo a todos los demás.
Mientras eso ocurre, las perspectivas globales de democratización son malas. Los algoritmos se desarrollan de maneras que permiten a las empresas beneficiarse de nuestro comportamiento pasado, presente y futuro, o lo que Shoshana Zuboff (2019), de la escuela de negocios de Harvard, llama “superávit conductual”. En muchos casos, las plataformas digitales ya conocen nuestras opiniones y preferencias mejor que nosotros y pueden empujarnos a hacer cosas que produzcan todavía más valor y poder.
Por consiguiente, dada la idiotez de la comparsa que marca el paso a la globalización y a la civilización del conocimiento en el presente político de nuestra Región, concluyo abogando porque evitemos tres males identificables en su modalidad democrática: el autoritarismo político a que nos conduce el espíritu del tiempo presente, la desinstitucionalización social heredada y la indiferencia que progresa en el lar patrio a propósito de -primero- la cultura democrática y -segundo- el escepticismo que invade y corroe nuestro accionar, conciencia y convivencia ciudana.
Evitar esos males implica, indefectiblemente,
a) Autoritarismo. Enfrentando el autoritarismo, evitemos caer en la “la tentación de regresar al pasado” (Emam-Zadé 2017) con quienquiera intente calzar las botas de antiguos dictadores.
b) Institucionalización. Como antídoto de la decadencia institucional a la que apunta dicho tiempo, abogemos por la alternancia en el poder y abonemos así el cambio de perspectivas y de generaciones.
c) Escepticismo. Para contrarrestar los avatares de la politiquería criolla y los efectos de la civilización internacional a los que han estado expuestos centroamericanos y antillanos, al igual que los iberoamericanos en general a lo largo de toda su historia, no hay mejor opción que descolonizar nuestra conciencia ciudadana y suprimir y superar en ella cualquier trazo de escepticismo y de desconfianza en uno mismo y en los demás (Ferrán 2019: 231-239).
Esto implica, indefectiblemente,
- Superar nuestros propios errores en lo que decidamos ser superiormente mejores, pues no somos máquinas ni algoritmos que no saben retroceder para avanzar. Nosotros por el contrario erramos y aprendemos de las faltas y deficiencias anteriores. Y en nuestra ya larga historia prevalecen errores la gran mayoría de los cuales son remediables;
- Hacer del orden social del futuro algo más creativo y artístico, y no solo un pasatiempo necesario, represivo u opresor. Si “todo cuanto hoy funciona en el mundo real lo hace bajo una estricta lógica de control y dominio del pensamiento y la acción”, dado que “se somete al criterio de lo útil y lo conveniente, de lo eficaz y lo eficiente” (Munnigh 2019), sacrifiquémonos por romper las cadenas de esa lógica opresora. Incentivemos el advenimiento de tiempo en el que aunados en una comunidad de pensamiento y de acción reconozcamos al ritmo -no ya de la idiotez y del progreso, sino- del logos poeticon la verdadera actualidad histórica digna de las Antillas, del gran Caribe y por supuesto de toda nuestra América.
Por eso, como “filósofo” y “pobre diablo” que soy entre otros tantos, no hago más que repetir una y otra vez que, si queremos rescatar la democracia de nuestra América de su opacidad y cautiverio, tenemos que empuñar la crítica que edifica conciencias y logra que todas juntas barran nuestra patria con esa “escoba” que, como dice el poeta Manuel del Cabral, “construye cuando barre” tanta ineptitud, idiotez y desinstitucionalización de la voluntad general de la población.
Fernando I. Ferrán
Investigador y profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, en Santo Domingo, República Dominicana. Tiene una maestría en Antropología Social, en la Universidad Loyola de Chicago, Estados Unidos, y un doctorado en filosofía en la Universidad de Lovaina, en Bélgica.
Ha sido editorialista y director del periódico El Caribe, director corporativo de la Unidad de Inteligencia de VICINI -hoy Inicia- y director de Inteligencia Diplomática de la Cancillería dominicana. También, en Costa Rica, profesor – investigador del Centro de Investigación y Enseñanza, CATIE, del sistema interamericano.
Es autor de diversos estudios antropológicos y de filosofía, en y fuera de la República Dominicana, así como de artículos periodísticos y técnicos en publicaciones especializadas.