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La Corona de Adviento con sus cuatro velas, una por cada domingo antes de Nochebuena. (Foto: Pixabay)

VIDA CORTA PERO INTENSA

La luz de las cuatro velas que alumbra la Navidad

En la fábrica había siempre mucha actividad. Las personas que trabajaban allí tenían mucho trabajo porque producían un artículo de mucha calidad y, sobre todo, de gran variedad.

Hechosdehoy / UN / María José Boente
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En la fábrica había siempre mucha actividad. Las personas que trabajaban allí tenían mucho trabajo porque producían un artículo de mucha calidad y, sobre todo, de gran variedad.

Variedad en cuanto al tamaño y forma. Había muchos tamaños diferentes y formas diversas. Los colores eran todos muy bonitos, en general cálidos y muy variados. También había colores fuertes como el rojo, muy propio de la Navidad.

Era muy emocionantes empezar la vida sin saber dónde iríamos, para qué serviríamos, cómo nos mirarían. Pero teníamos la idea de que todas iríamos a lugares importantes como hogares, Iglesias, Catedrales…  y tampoco sabíamos si asistiríamos a una boda, a un bautizo, a un funeral, a un banquete o a una celebración navideña. Esto nos parecía lo más seductor y apetecible.

Nuestra vida empezaba realmente cuando nos acercaban una cerilla y empezábamos a dar luz, calor o solemnidad al acto. Entonces podíamos ver todo, ver a todos, empezábamos a entender lo que pasaba y lo que se celebraba pero, sobre todo, podíamos comunicarnos entre nosotras, ser amigas, pasarlo bien. Comentábamos nuestras impresiones, veíamos llorar de pena a veces, llorar de emoción y alegría otras, veíamos reír, veíamos soñar.

Yo llegué a la Iglesia de los Redentoristas de Madrid, con otras tres velas rojas y redondas, estábamos sobre una Corona de Adviento muy grande colocada a la izquierda del Altar sobre un pie plateado alto, decorado con ramas de abeto, con hojas verdes y lazos dorados.

Mi vida empezó el primer domingo de Adviento y tuve que esperar una semana para poder dar la bienvenida a la segunda vela que se encendía el siguiente domingo.

Desde el principio escuché hablar de un gran acontecimiento que se iba a producir la Nochebuena, el día 24 de diciembre. Supe que llegaría un maravilloso niño llamado Jesús y que venía para ser nuestro amigo, para enseñarnos el “camino” de la vida, para estar siempre cerca, para querernos y ayudarnos.

Que llegaba pobre y sencillo a un pesebre, junto a una mula y un buey. Que tenía unos padres extraordinarios, únicos, que le cuidarían y le protegerían siempre. Era tan importante que también era hijo de Dios y quería que nos diéramos cuenta de que también los hombres son todos hijos de Dios y deben vivir para merecerlo y corresponder a ese gran regalo. Aunque solo éramos velas, sentíamos que el mensaje también era para nosotras…

Durante el mes de diciembre en la Iglesia había conciertos -con sus ensayos previos-, Adoraciones, Rosarios, conferencias…etc. Era un mes apasionante. Las cuatro tuvimos esa gran suerte porque hay velas que pasan su vida tristes, solas y aburridas. Y yo fui la que lo aproveché más tiempo que las otras tres velas.

Escuché que teníamos que preparar nuestro corazón y nuestra alma para la llegada del Niño, igual que su madre preparaba todas las cosas necesarias para recibirle porque llegaba para todos.

Y al escuchar “todos” me sentí incluida porque las velas también pensamos, queremos, nos alegramos… En fin que tenemos nuestro corazón y nuestros sentimientos. Para eso tenemos la llama, para dar calor y cariño.

Seguimos escuchando más cosas de ese Niño, que según iba creciendo, crecía en sabiduría y se hacía amigo de los pescadores, de los pobres y de los enfermos. Que le gustaban mucho los otros niños y quería que les dejasen acercarse a Él. Oímos hablar del buen pastor para la oveja perdida, del buen samaritano, del sembrador, del hijo pródigo, el rico Epulón y el pobre Lázaro, hacer crecer los talentos, curar a los enfermos.

Nos fascinaba todo. Empezó a parecernos un sueño poder verle, conocerle, mirar su cara y entrar en su sonrisa. Pero éramos realistas. No teníamos mucha vida por delante. Nos íbamos “consumiendo” mientras acompañábamos a todo el mundo a preparase para la Navidad.

Las velas tenemos una maravillosa vida, entre músicas, cánticos, rezos, Misas y otras muchas devociones, pero tenemos una vida breve. El final de esa vida llega cuando la cera acaba de consumirse y no queda nada de nosotros, nada o casi nada….

Con esta ilusión, este temor y esta pena, sucedió que un día, cerca del 24, estaba la Iglesia vacía y todavía lucíamos y estábamos encendidas. Vimos desde el altar cómo al fondo se abría sigilosamente la puerta de la Iglesia y entraba una luz inmensa que llegaba a todos los rincones, y sonaba una música celestial muy dulce. Por el pasillo central apareció una bella joven, era casi una niña, con un vestido blanco y un pequeño manto azul celeste sobre la cabeza, con una preciosa cara, radiante, sonriente, luminosa y plácida.

Caminaba muy despacio hacia la Corona de Adviento que formábamos las cuatro velas. Cuando ya estaba cerca vimos que tenía un niño en los brazos envuelto en una toquilla, y que ese niño era EL NIÑO, el que nos había cautivado, el que nos había seducido. Ella se lo acercaba a su corazón donde recibía todo el amor de la más maravillosa madre que ha existido nunca.

Lo acercó a nosotras y nos mostró entonces a su Divino Hijo y con una sonrisa nos dijo:

-Aquí está Jesús, quiero que lo veáis vosotras las primeras, antes que nadie, pues vosotras os habéis preparado intensamente, profundamente para recibirle con toda la ilusión, con todo el calor, con toda la alegría y el amor del mundo.

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