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EL DEBATE DEL FUTURO

El escepticismo dominicano, escenario de infinidad de actores y cambios

Seguimos como estuvimos desde el principio, a la intemperie y con "una yola en el corazón". Los unos errantes en el país y los otros con los ojos o los pies puestos en playas extranjeras.

Hechosdehoy / Fernando I. Ferrán
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Hace unas semanas me propuse elaborar sobre la cuestión dominicana. Partí de su organización social y analicé las características y patrones de comportamiento de lo que a través del tiempo ha sido denominado “dominicano”. Comprendido como ADN o código cultural de la población, lo dominicano sigue siendo mínimo común denominador de esa infinidad de actores y cambios estructurales que tienen lugar en el país.
 
El camino recorrido con esa tarea en mente lleva, desde el conuco tabacalero y las redes de apoyo y de intercambio de la población, a la incursión en el libre mercado al margen de la incidencia estatal, hasta desembocar por fin en la gran paradoja dominicana según la cual el factor formativo del capitalismo no surtió efectos en la población. Esa paradoja, inherente con otras características culturales como el atavismo y el claroscuro del ADN o código cultural de lo dominicano, remite a la impotencia que se sigue verificando en el país a la hora de reformar al yo de cada sujeto individual.
 
En tal contexto, se imponen las individualidades notables, ajenas al espacio público. Esas individualidades egoístas, como la popularmente mentada “escobita nueva”, cada una barre su dominio pero es incapaz de colaborar en la creación de una conciencia colectiva, de un proyecto nacional u objetivo común, por medio del cual el Estado garantice el equilibrio o balance entre lo individual y lo colectivo. En cuanto se generalizan las pasiones y la miseria propia a la naturaleza humana, el desenlace de la ya consuetudinaria paradoja del pueblo dominicano no puede ser otro que el acrecentado escepticismo presente en la conciencia dominicana frente a sí mismo y todo lo demás.
 
En efecto, ¿cómo confiar, aceptar, ser fiel o sacrificarme a mí mismo por los otros, sin consciencia patria ni proyecto común? ¿Abnegar lo mío (mi propiedad-“privada”) en el mercado económico o en una función publica, en aras de algo tan institucionalmente inexistente en el país como algo que sea común?
 
Seguimos como estuvimos desde el principio, a la intemperie y con “una yola en el corazón” (Enriquillo Sánchez). Los unos errantes en el país y los otros con los ojos o los pies puestos en playas extranjeras. Recelosos, desilusionados y críticos de todo más que de algo. E incluso, desconociendo que no llevamos “el negro tras de la oreja” (Juan Antonio Alix) sino al blanco. Y así ha sido a lo largo de toda esa tensión y vicisitudes políticas e identatarias de una sociedad en construcción, tal y como se repite desde los tiempos de la célebre quintilla de Fray Juan Vásquez (“Ayer español fui… No sé qué será de mí”).
 
Así, pues, en medio de hesitaciones, dudas y desengaños, ¿cómo ejemplificar ese mundo real en el que hay que luchar a brazo torcido? En el gran teatro quisqueyano el mismo individuo hoy es héroe y mañana villano; o viceversa. Altruista con lo ajeno y avaro con lo suyo. Se acuesta amoroso y comprensivo y despierta desleal y traidor. Defiende la República con heroicidad y a cambio la reparte entre aduanas del Atlántico y palacios del Caribe. Y aún más contradictorio, admirando su afán batallador y empresarial, ¿cree alguien que existe alguna fortuna, propia o ajena, que justamente lo sea?
 
Fruto espontáneo y probablemente involuntario de su propio individualismo económico, este egoísmo refuerza y perpetúa en el acervo genético de la conciencia dominicana el inalienable escepticismo que descubre, tanto sus cambios de lealtades, como su indisciplina moral y desnudez institucional.

En la vida cotidiana el escepticismo se expresa rehusando todo lo que sea ajeno al interés particular de cada sujeto. Y en situaciones extremas, llega a dudar de todo, incluyendo de sí mismo y de su propio interés, y experimenta la tentación de alienar la confianza de sí y valerse de un prohombre que solucione los problemas que enfrenta.
 
Efectivamente, el escepticismo dominicano alcanza su expresión más estridente cuando duda de sí mismo y se deja tentar por la ilusión trujillista. Cada vez que, tomando prestadas las palabras de Frederic Emmam-Zadé, topa esta “encrucijada en el camino de nuestra historia: la de caer en la tentación totalitaria del camino fácil pero siniestro del Estado benefactor”, en vez “de tomar el camino duro de responsabilizarnos de nuestro progreso individual, independiente del Gobierno y en libertad”.
 
Omnipresente tentación que, transmutando desde tiempos de Santana y Báez, y pasando por Lilís y Horacio Vázquez, ahora imitan diversos gobernantes bajo el simbólico portaestandarte post trujillista de Balaguer. Las consecuencias de tal ambición no se hacen esperar.
 
Entre otras consecuencias, primera, negar cualquier aspiración y concepción del Estado de derecho republicano por la ilimitada ambición de poder de una voluntad unipersonal y endiosada. Aquel ambicioso yo desamparado institucionalmente en el mercado económico se magnifica ahora desde la cima de una jerarquía estatal en la que todos son meros ayudantes de los asistentes de otros secretarios y, así sucesivamente, hasta llegar en ese castillo contemporáneo al que supuestamente cree estar por encima de todos los demás.
 
Segunda, renegar el espíritu batallador y el deseo de independencia que maduraron los conuqueros del tabaco. Estos seres libres y propietarios expusieron su infatigable reciedumbre por medio del optimismo esperanzador con que asumieron su laborioso afán cotidiano, el mismo que legaron en la historia antropológica del pueblo dominicano a esa legión de empresarios y emprendedores que operan -mayoritaria, aunque no únicamente- en el sector informal de la economía dominicana.
 
Y de manera más particular, tercera consecuencia, restringir -aunque sin por ello eliminar- la ambigüedad de un afán empresarial que lucha por lo suyo mientras es moralmente inescrupuloso con lo de los demás. La necesidad de tal restricción se evidencia desde tiempos de los emblemáticos productores de tabaco. Como registran los anales de la historia, ellos ganaron un mercado de exportación de la hoja de tabaco negro en Alemania de Bismarck y ellos mismos lo perdieron cuando quisieron engañar a sus compradores poniendo piedras en el fondo de los serones para aumentar fraudulentamente sus ganancias. Pues bien, ahora, manejando el poder estatal, se procede manipular a conveniencia ese zigzagueo moral.

He ahí, en la “actualidad histórica” de la República Dominicana, tres expresiones críticas del escepticismo dominicano, un día afirma lo que luego niega. Entendido ese engaño y desengaño, no a partir del complejo psicológico de Guacanagarix o como resultado de la desconfianza, recelo o “gancho” de Zaglul. Tampoco a modo de mecánica lucha de clases sociales en la historia universal, o de abstractas ideologías, imponentes civilizaciones y belicosos credos religiosos, sino a modo de código cultural propio y característico de las relaciones humanas de una población en particular.
 
Un paréntesis o precisión a propósito de aquel concepto. No olvido que la historia no tiene actualidad, pues en ella todo es pasado. Sin embargo, me valgo del concepto de Gaston Fessard: la actualidad histórica, dado que significa la encrucijada que, en el presente, el conjunto de fenómenos constitutivos del pasado somete al juicio y decisión del libre arbitrio de cada sujeto consciente de sí.
 
Así, pues, presente en el escepticismo dominicano, la actualidad histórica de la República histórica emplaza a todos y cada uno de sus miembros a tomar posición y decidir si opta por asumir y reproducir, o por el contrario si elige corregir y superar lo que sigue siendo dominicano en medio de tantos intereses y cambios temporales.
 
En ese contexto, en juego está el destino del ADN cultural de lo que ha sido -y quién sabe si seguirá siendo- dominicano. Pero léase bien: lo dominicano, no como un mero gentilicio entre tantos otros, sino como el único que está enraizado en la organización social que surge por la libre iniciativa de un colectivo de individuos anónimos que interactúa en una economía de libre mercado, y se halla continuamente abandonado a su propia suerte por efecto de ese entramado de autoridades públicas y poderes fácticos que, apropiados del espacio público del país desde su mera independencia, demuestra ser incapaz de integrarlos en una comunidad nacional  aunada por un propósito y proyecto común.
 
De ahí su existencia “en mientes”, para emplear la expresión antillana. Una y otra vez evidencia lo que no es ( no-es haitiano, español, estadounidense u otros), pero no logra afirmar qué es. La conciencia dominicana permanece oculta en la duda y en su actualidad histórica enajenada de un orden institucional que finalmente ponga coto a cualquier individualidad que se crea excepcional y quiera imponerse manipulando a todas las demás.
 
En ese contexto, queda por elaborar por último cuál pueda ser el destino final del actual código cultural dominicano.
 


Fernando I. Ferrán
Investigador y profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, en Santo Domingo, República Dominicana. Tiene una maestría en Antropología Social, en la Universidad Loyola de Chicago, Estados Unidos, y un doctorado en filosofía en la Universidad de Lovaina, en Bélgica.

Ha sido editorialista y director del periódico El Caribe, director corporativo de la Unidad de Inteligencia de VICINI -hoy Inicia- y director de Inteligencia Diplomática de la Cancillería dominicana. También, en Costa Rica, profesor – investigador del Centro de Investigación y Enseñanza, CATIE, del sistema interamericano.

Es autor de diversos estudios antropológicos y de filosofía, en y fuera de la República Dominicana, así como de artículos periodísticos y técnicos en publicaciones especializadas. 
 

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