Por lo menos hasta el año pasado se oía lo de una humanidad casi eterna. Íbamos a vivir muchos más años. Y, fuera creíble o no, lo cierto es que los barómetros de consumo y disfrute del ocio señalaban que los terrícolas estaban muy convencidos de que así sería. Al menos para ellos.
Los años no existían para ti. Los horizontes eran límites imaginarios. Habías superado la crisis. Soñar con la eternidad aquí abajo tampoco era un ucronía. Unos superhombres y unas supermujeres habitarían la tierra por los siglos de lo siglos. Amén. Una realidad sólida y dura.
Aparte de que ese diseño no contaba con Libia, Eritrea, Burundi, Venezuela y Siria por citar cinco áreas donde el hundimiento de los mínimos vitales clama al cielo, el concepto de una existencia sólida y dura, parece olvidar, por analogía con la física, que esa dureza, no la hace durable sino todo lo contrario frágil.
Cuanto más duro más frágil. Es física. La fragilidad es la capacidad de un material de fracturarse debido a su escasa o nula deformación permanente.
Lo opuesto a la fragilidad es la tenacidad. Un material tardará en romperse y lo hará tras varias deformaciones. Por último, la fragilidad tiene la peculiaridad de absorber relativamente poca energía, a diferencia de la materia dúctil.
Sí, poca energía es absorbida por una sociedad, por unas personas, nosotros, que en la cúspide de la soberbia ya no aprendíamos los humanos de los humanos. La energía está en el amor, en la entrega y en la humidad de aprender los unos de los otros.
No. No habíamos aprendido de la crisis económica anterior. No, no habíamos siquiera mirado que en el camino a la creación del superhombre – o lo que quieran lograr – se interpone una etapa previa que nos negamos a correr: la compasión.
No la compasión del solitario sentimiento por el niño migrante muerto en la playa, sino la compasión con la vida del de al lado.
Si algo ha puesto de manifiesto la atroz masacre del coronavirus es que nos necesitamos.
Necesitamos volver a ser jóvenes con ideales a los que echarle lo que a los ideales se les echa para pasar de las musas al teatro.
Necesitamos un parón como éste en medio de nuestro desierto interior, para después de mirar laa dunas que ni veíamos, volver la vista hacia adentro y, primero con temor y luego con optimismo, hacernos contemplativos. Temor, porque el que más o el que menos, viendo el propio interior, quedará aterrado: “¿en esto me he convertido?”.
“Que paren el tren que me bajo”. Pero el tren ya está parado. Y bajarse de la vida es un confortable opción pero de escasa utilidad. Por eso, optimismo y saberse un privilegiado por esta oportunidad.
“Quién soy”, “de dónde vengo”, “a dónde voy, y con quién”, son tres propuestas para la serenidad. Uno se lo pregunta y después decide, no importa la edad, ni si la etapa final esta cerca o lejos. Importa hacer, ¿porque algo habrá que hacer?
Claro que sí. Necesitamos volver a ser jóvenes con ideales. Necesitamos ser adolescentes enamorados: locos por vivir y ayudar a vivir.
Idea fuente: una reflexión propia: lo fácil que se rompe una vida, muchas vidas
Música que escucho: Fragile, Sting (1987)