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Los andenes de la Estación Central eran larguísimos. (Foto: EF)

LA HABANA - MATANZAS

Apenas dormí; los reflejos fugaces de las estaciones me despertaban constantemente

Fue en 1975. Aunque solo se trató de un viaje de ida y vuelta, me pareció larguísimo. Extrañé más al Paradero de Camarones que Sandokán a Mompracem y Nemo a las profundidades del océano.

Hechosdehoy / Camilo Venegas

(fragmento de la novela Atlántida)

Apenas dormí, porque los reflejos fugaces de las estaciones me despertaban constantemente. Lérida procuraba arroparme con su estola, pero me la quitaba en cuanto la ventanilla del Budd se alumbraba al pasar por un pueblo. Las Villas había quedado atrás y avanzábamos a través de la llanura La Habana – Matanzas.

Nellina, la hermana menor de mi abuela, estaba enferma y mi madre aprovechó el fin de semana para ir a verla. El viaje de ida lo hicimos en la noche del viernes y el de vuelta en la noche del sábado. Eso, según Atlántida, me permitía descansar el domingo y “volver fresco a la escuela”.

El 224 salía de Cienfuegos a las 21:10. Lérida y yo subimos al Budd antes que los viajeros. Los que pasaban por la calle, del otro lado de las cercas de la estación, ya iban camino de sus casas y de sus camas. A nosotros nos esperaba un largo viaje de cinco horas y dos minutos.

A las 21:35, llegamos a Palmira. A las 21:40, salimos de Cherepa. Hasta ahí llegaba el mundo conocido por mí. A partir de ese momento comenzamos a alejarnos del Paradero de Camarones. Los carteles de Arriete, Congojas, Rodas, Perseverancia y Aguada de Pasajeros fueron indicando que cada vez estábamos más lejos.

Una a una, pasaron las luces de las estaciones de Línea Sur: Amarillas, Calimete, Manguito, Guareiras, Baró, Agramonte, Isabel, Pedro Betancourt, Navajas, Guira de Macurijes, Bolondrón, Unión de Reyes, Bermeja, Los Palos, Vegas, San Nicolás de Bari, Güines, Melena del Sur, San Felipe, Quivicán, Bejucal y Rincón.

Antes de llegar a cada una de ellas, el conductor recorría el coche anunciándolas. Lo hacía en voz baja, como si no quisiera despertar a los que dormían. Siempre que abría los ojos, Lérida me decía el nombre del pueblo cuyas luces entraban al coche como si también quisieran irse de viaje.

Llegamos a La Habana todavía de noche. Entonces, yo mismo me había envuelto en la estola. “Mira los barcos”, dijo mi madre y señaló un poco más adelante. Era el fondo de la bahía y decenas de navíos permanecían amontonados. Alguien, unos asientos delante de nosotros, secreteó que eran barcos pesqueros.

Una gran antorcha, encima de una torre, ardía del otro lado del puerto. Lérida me dijo que era la refinería de petróleo. El Budd usó toda la fuerza de sus 300 caballos para subir los elevados. Las ruedas chirriaban sobre la enorme estructura de hierro, mientras pasábamos muy cerca de las ventanas y los balcones de los edificios.

Los andenes de la Estación Central eran larguísimos. En las carrileras contiguas había tres locomotoras inglesas. La 52509 esperó a que nuestro Budd entrara al patio de la estación para bajar sola por los elevados, la 52502 retrocedía con dos coches de equipaje y la 52506 estaba lista para salir con un largo tren de viajeros.

—Apúrate —me dijo Lérida— que ahora tenemos que buscar la parada de la guagua.

—¿Viste? —le inquirí—. ¡Tres inglesas!

—Anjá —me respondió Lérida sin mirar a ninguna de las máquinas—. Vamos, apúrate.

—Pero mira —insistí—: ¡tres inglesas!

Cuando Nellina abrió la puerta, se abrazó a mi madre llorando. Mientras desayunábamos café con leche y pan con mantequilla, ellas estuvieron hablando del corazón de la hermana de mi abuela. Lérida a cada rato la interrumpía para decirle que no se preocupara, que no iba a pasar nada.

—Quiero que las cosas estén bien claras —repetía Nellina.

Al despedirnos, se abrazaron llorando otra vez. El 223 también salió puntual, a las 23:20. Esta vez en el patio de la Estación Central había dos locomotoras inglesas, la 52505 y la 52508. Una francesa, la 50824, ronroneaba en lo oscuro, mientras acoplaba una casilla de expreso delante de dos coches Pullman.

Según Lérida, me dormí en cuanto dejó de verse la antorcha de la refinería de petróleo. Estaba tan cansado, que los reflejos fugaces de las estaciones en la ventanilla no lograron despertarme. El olor del abrigo azul de Atlántida, mientras mi abuela me abrazaba, fue la prueba más contundente de que estaba de regreso.

Fue en 1975. Aunque solo se trató de un viaje de ida y vuelta, me pareció larguísimo. Extrañé más al Paradero de Camarones que Sadokán a Mompracem y Nemo a las profundidades del océano. Aurelio me hizo repetir el nombre de todas las estaciones por las que pasamos.

Las fui diciendo por orden ascendente, sin olvidar ninguna. Luego mencioné los números de las locomotoras que vi en el patio de la Estación Central. Incrédulo, le preguntó a Lérida si era verdad que esas eran las máquinas que estaban allí en ese momento. Mi madre dijo que sí. Mintió, ella nunca las miró.

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