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LA LECCIÓN DE HEGEL

Una radiografía leída a trasluz de la lógica hegeliana

La dialéctica del amo y del esclavo, publicada en la Fenomenología del Espíritu, expone un polémico pasaje del pensamiento occidental en una obra que Hegel definió como "verdadera ciencia de la experiencia de la conciencia".

Hechosdehoy / Fernando I. Ferrán
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Hegel. La dialéctica del amo y del esclavo, publicada en 1807 por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, expone un polémico pasaje del pensamiento occidental en una obra que su autor definió como “verdadera ciencia de la experiencia de la conciencia” (p. 26 y ss.).
 
Tal y como sucede con una radiografía, pero leída a trasluz de la lógica hegeliana, la verdad del deseo de la conciencia en busca de su reconocimiento: a saber, la conciencia libre y trabajadora (A), supera la falsa independencia del amo (+A) inactivo que ella no es y la aparente dependencia del esclavo (-A) no libre que ella tampoco es, en un proceso de formación cultural en el que por su trabajo se supera y descubre como libertad y pensamiento de sí misma.
 
Hegel reflexiona la lucha a muerte (a no confundir con una experiencia genérica que todo ser humano tiene de la muerte en los otros, sin por ello resentir la suya propia) en tanto que momento de gestación embrionaria de un yo o espíritu aún subjetivo que busca su independencia en sí mismo (1807, p. 15).

Esa reflexión precede, condiciona y se antepone a la actividad de cada quien en el ámbito de la familia, de la sociedad y del Estado político, -lo que Hegel denomina el Espíritu objetivo-.

El dilema.  Pero precisamente, por ese mismo contrapunteo entre subjetivo y objetivo, nada impide discernir la verdad inherente a la lógica del reconocimiento en ese mismo contexto caribeño en el que Hegel pudo conocer esclavos liberándose de amos.

Y fue eso precisamente lo que expuse en las experiencias históricas de Haití, República Dominicana, Cuba y el resto de las islas caribeñas independientes, antes de reconocer allí figuras fenomenológicas semejantes a las que Hegel distinguió en su época en Europa.

De ahí esta conclusión: la subjetividad de cada persona se forma y madura, de un lado como hechura, pero del otro lado de manera independiente y paralela, como soporte psicológico de lo que realmente acontece en el mundo objetivo.

Tal afirmación reconoce que la subjetividad no se reduce a la objetividad, ni viceversa, pues la relación que Hegel concibe entre las sucesivas figuras de la conciencia en formación y sus respectivos contextos contrapuestos en el mundo objetivo, sólo llegan a interactuar entre sí en el momento final en que lo subjetivo y lo objetivo son superados en su propia Idea absoluta.

Parafraseando al Hamlet de Shakespeare

Llegados a ese punto, sin embargo, resulta imprescindible hacer un alto final y plantear la disyuntiva filosófica fundamental que surge de ahí. Parafraseando al Hamlet de Shakespeare, pero con los ojos puestos en la filosofía hegeliana:

(“To be…”) Si lo que Hegel concibe en su sistema es verdadero, hay que entronizar la metafísica y retomar el verbo ser de manera que ocupen la posición que la Lógica hegeliana les otorga. A partir de ese momento el sujeto consciente abandona su indefinición e indeterminación entre el cielo y la tierra, el bien y el mal, la naturaleza y la tecnología, lo sublime y lo ridículo, el pasado y el futuro, pues deja de estar entre los hombres y tarde o temprano deviene un ente más suprimido por el Concepto que inexorablemente lo supera;
 
(“…or not to be.”) Si cada situación histórica es única y su contexto es uno del hecho indeleble y universal de ser libres[1], cada hombre y mujer define el movimiento de su conciencia y de su actuar, de manera que la conclusión que resulta es incuestionable: no somos esclavos de la lógica. El pensamiento y la autoconsciencia ocupan una posición estelar y son determinantes cuantas veces se manifiestan de forma singular como actos sublimes de una Historia de Libertades, tanto en la vieja Europa, como en el Nuevo Mundo, el Caribe incluido, y en el resto de la geografía universal.

Posición.   Ante esa disyuntiva concluyo: cada sujeto es libre y la historia no está escrita y no lo está ni puede estarlo porque no es sierva de lógica alguna.
 
En cuanto dejemos de actuar y de concebirnos como esclavos de la lógica, –sea ésta en su origen aristotélica, hegeliana o la de cualquier teoría científica, política, económica, tecnológica, poética u otra–, concebiremos y experimentaremos que somos libres y no marionetas de alguna razón, estructura o motivo superior.
 
Como advirtió certeramente Antonio Benítez Rojo cuando discernía la diversidad cultural en el Caribe
 
 “Siempre se sospecha que cualquier signo que uno elija no le pertenece en verdad, sino que se inscribe y cobra sentido cabal en algún lenguaje ajeno, en algún código ordenador de allá, llámese este historia, novela, antropología, psicoanálisis, marxismo, teoría literaria, o bien, simplemente, posmodernidad” (Benítez Rojo, 1986, p. 130).
 
Sospecha vana, ante la libertad del sujeto. Así como la calidad de cualquier sistema educativo no es ni puede ser más que la de sus maestros y profesores; o bien, al igual que la preeminencia de cualquier civilización encuadra pero no puede eliminar y tampoco prescindir de la valía de sus integrantes, debe ultimarse que no tienen valor ni sentido imposiciones autoritarias o meramente conceptuales, identidades unificadas o diluidas, y tampoco pobres instituciones si están desposeídas de la libertad laboriosa de cada sujeto singular.
 
Haber concebido ese valor de la conciencia es, a mi entender, un mérito indiscutible de Hegel. En su sistema filosófico no confunde la subjetividad del yo singular con la objetividad del mundo, ni reduce la una a la otra. Como ya lo he repetido, ni la conciencia individual puede ser transpuesta y terminar siendo la verdad de la historia, ni ésta reaparece reproducida tal cual en cada yo singular.
 
Pero concedo a Hegel sólo y exclusivamente ese mérito. Tanto él, como pensadores posteriores de diversas escuelas e ideologías, terminan sacrificando al sujeto singular en la pura negatividad de sus respectivas concepciones. No es por casualidad que, herederos de la modernidad y de la postmodernidad, somos hoy testigos de cómo, por defender y enarbolar una idea, se condena a poblaciones enteras al hambre y a la opresión, y al medio ambiente a su progresiva degradación; y también a la inversa, que los individuos, para mitigar o salir de la pobreza y del hambre, renuncian como seres libres a ser morales y a pensar, a tomar decisiones éticas y críticas, y a actuar en consonancia en contra de aquella idea.
 
De nada vale la universal experiencia originaria de cada yo singular, en cualquier espacio y tiempo, cuantas veces adviene a sí mismo a partir de su intuición de la muerte y de su formación cultural, si al final de su vida se descubre como mero peón de una u otra concepción,  antes de que el reconocimiento de ese concepto, y de él mismo como su exponente, sean abandonados al inexorable paso del tiempo, y con éste, de la historia.
 
Por ello concluyo así desde un Caribe insular que ha dejado de ser la pasada “frontera imperial” (Bosch, 1979) y el inconcebible “futuro” hegeliano. Como contemporánea y coetánea de toda la geografía americana,[2] pienso que aún está labrando su propio porvenir a partir de sujetos reales de carne y hueso responsables moralmente, en primera y última instancia, de cada acto de su propia e inalienable libertad.
 

[1] Octavio Paz: op.cit., 52.
[2]A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados” (Carpentier, 1967, p. 6). Ver también, Benítez Rojo, con su idea de las Antillas como “puente de islas” (p. 116) que de manera asimétrica conecta la geografía americana.
 


 

Fernando I. Ferrán
 

Investigador y profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, en Santo Domingo, República Dominicana. Tiene una maestría en Antropología Social, en la Universidad Loyola de Chicago, Estados Unidos, y un doctorado en filosofía en la Universidad de Lovaina, en Bélgica.

Ha sido editorialista y director del periódico El Caribe, director corporativo de la Unidad de Inteligencia de VICINI -hoy Inicia- y director de Inteligencia Diplomática de la Cancillería dominicana. También, en Costa Rica, profesor – investigador del Centro de Investigación y Enseñanza, CATIE, del sistema interamericano.

Es autor de diversos estudios antropológicos y de filosofía, en y fuera de la República Dominicana, así como de artículos periodísticos y técnicos en publicaciones especializadas. 

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