1. Inicio
  2. Opinión
  3. Comunidad de blogueros
  4. La sociedad dominicana padece de atavismo o rezago existencial

EL ADN

La sociedad dominicana padece de atavismo o rezago existencial

En pleno siglo XXI la fuerza del ideal económico y su patrón de comportamiento -a favor de la idealizada autonomía laboral y del beneficio propio- no permiten otra preocupación que no sea con uno mismo.

Hechosdehoy / Fernando I. Ferrán
fjrigjwwe9r1_articulos:cuerpo

El ADN o código cultural dominicano queda resumido en estos cuatro factores: el espíritu emprendedor de un conglomerado de individuos marginados del status quo imperante, un ideal económico que esculpe un patrón de comportamiento en función del cual cada sujeto procura su autonomía económica de manera aislada, y a lo más familiarmente y, por tanto, se sigue la inequidad entre no iguales y un atrofiado e injusto manejo de la República o cosa pública.
 
La conjunción interactiva de esos cuatro factores resulta en varias características de lo que propiamente es dominicano a través de la historia. La primera de esas características la denomino el atavismo del orden social dominicano.                  
 
La sociedad dominicana padece un claro ejemplo de atavismo o rezago existencial. Su originalidad histórica no proviene del hato ganadero y menos aún de la plantación azucarera. Ambos modelos sociales, aunque por razones diversas, dejan huellas desiguales pero menores en el patrimonio cultural dominicano.
 
La sociedad hatera decimonónica se caracterizó por el ocio, la dependencia paternalista del peón respecto al hatero, la subutilización del terreno y de la tecnología, y el holgado y rutinario manejo del tiempo. En ella intervino la mano de obra esclava procedente de África, minoría demográfica y que por su nivel de convivencia con su amo mantenía un nivel de vida próximo al de sus amos. Esto propició al mismo tiempo, el mestizaje y que el idioma español predominara y no se viera afectado por otra lengua y ni siquiera dialecto.
 
De su parte, próxima ya al cierre del siglo XIX, la plantación azucarera queda bien caracterizada por su sobreexplotación laboral de mano de obra mayoritariamente extranjera, la erradicación de las tierras comuneras y del minifundio campesino, además de su nivel de interdependencia con la administración pública para fines de financiamiento y de apropiación y titulación de grandes extensiones de tierra. De hecho, la economía azucarera dio pie por primera vez en el país a una actividad, tan agrícola, como industrial, ambas expuestas en un contexto indudablemente capitalista.
 
El hato y la agroindustria azucarera subsistieron en vivo contraste con el conuco o minifundio tabacalero. A diferencia de éste, desconocieron y desterraron la intensiva iniciativa empresarial y laboral de cada productor y de su familia. Más aún, ni el hato ni la plantación azucarera operaron en algún momento bajo el eficiente impulso que proporcionaron en el mercado de la hoja del tabaco negro las intrincadas redes de apoyo e intercambio social que ligaron a un uno y otro individuo en una gran cadena de producción y exportación de un producto comercial.
 
Desde su surgimiento, esas redes interpersonales marcan el destino social del dominicano. No era la patria, la justicia, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la paz, el bien, la fe, la identidad, el ser absoluto u otra la razón que llevara contribuir y convivir los unos con los otros.

Sólo el ideal particular determinado por la necesidad, el interés y la conveniencia del individuo, sin sombra de un valor moral u otro. Y de ahí que, superado el contratiempo de la anexión a España, esa misma sociedad cibaeña no fraguó un estado de cosas políticas en la que lo particular cediera el paso al bien común. Éste no se ha defendido ni materializado de manera sustentable, al día de hoy, por algún grupo de interés, partido o poder del Estado.
 
De ahí el atavismo dominicano. Con el desamparo como portaestandarte, cada sujeto permanece retenido por un patrón de comportamiento económico cuyo ideal -alcanzado o al menos aspirado- es la autonomía individual o a lo más familiar que supuestamente proporcionan la riqueza y el poder económico.

Para alcanzarla lo tradicional, aunque no por ello exclusivo, ha sido a través del tiempo valerse por uno mismo y prescindir, cuantas veces la dependencia lo pueda evitar, no sólo de superiores y jefes jerárquicos sino también del ámbito de influencia de sucesivos gobiernos patrimoniales. El socorrido ideal es no depender de ninguno de ellos, a menos que no sea para beneficio propio y a falta de mejor opción.
 
Obvio, el individualismo, no es exclusivo de lo dominicano. En Europa y en América del Norte, por ejemplo, Stuart Mill lo advirtió a propósito de la libertad y del liberalismo enfrentados con diversas formas de colectivismo. Según él, se había roto el equilibrio y había que proteger al individuo y garantizarle su pleno y pujante desarrollo frente a la creciente fuerza social y la disminución del poder individual.

La defensa de la autonomía del individuo para ese autor y para otros tantos como Maculay, Tocqueville y Comte, no significaba entronizar el poder estatal en detrimento del individuo, sino en rescatar a éste hasta alcanzar y preservar el balance fluctuante entre el empuje emprendedor de cada miembro de la sociedad y el dominio y poder de ésta.

Frente a esa tradición en Occidente, destaca el atavismo dominicano por su ausencia de tal balance o equilibrio. Cada habitante, subsistiendo en relativo desamparo desde tiempos coloniales y de los albores de la república, se acostumbra a subsistir y a reproducirse al margen del status quo que ostentan quienes gestionan el poder económico, político y religioso en el país. En tanto que simbólicamente curtidos en la actividad tabacalera decimonónica, y posteriormente al frente de sus negocios en la economía informal, esa población no es contrapeso al mundo formalizado de poderes fácticos y de autoridades políticas y estatales.

El mundo dominicano persiste en su propio desequilibrio.
En pleno siglo XXI la fuerza del ideal económico y su patrón de comportamiento -a favor de la idealizada autonomía laboral y del beneficio propio de cada quien- no permiten otra preocupación e identificación que no sea con uno mismo. El cuadro podría parece sombrío. El yo deformado e incapaz de convivir en solidaridad comunitaria sucumbe a sí mismo. Así lo evidencia el predominio de la interesada conveniencia personal en medio de sobrados actos de deslealtad interpersonal, institucional e ideológica.

La consuetudinaria lucha y predominio del individuo que viene subsistiendo al margen de la ley, la institucionalidad y el bien común evidencian el por ahora insuperable carácter atávico de la sociedad dominicana contemporánea.

Ese predominio es tanto más significativo cuantas veces lo ejemplifican no ya solamente particulares, como hubiera sido de esperar, sino empleados y servidores públicos que hacen lo que le conviene a cada uno para mantenerse en un puesto del tren estatal en beneficio propio y debilitando así, aún más, la cuestionada institucionalidad del Estado. Es como si la adquirida ambición individual y sin límites de cada uno concluyera imponiéndose a todo y en detrimento de todos, encaminándose a sucumbir de manera aislada por efecto su propio descontrol subjetivo.

Si Ortega y Gasset argumentó en La Rebelión de las Masas que la defensa de la civilización europea pasaba por liberar al sujeto de las imposiciones de colectivos mediocres transfigurados por diversos “ismos” políticos y gubernamentales, en suelo dominicano la defensa patria pasa por institucionalizar la “res”/pública y así liberarla de la ambición e intereses de individuos de cualquier abolengo y sector que malviven sin valores ni formación ciudadana en medio de una cada día más vapuleada República. Mientras perdure tal situación, el atavismo dominicano impedirá que se descubra el justo balance entre el bien particular y el público.

He ahí la primera característica del ADN o código cultural dominicano. Su atavismo priva a cada quien de disfrutar de una conciencia pública y ética conducente a un bien que aún parece ser solamente ilusorio.

Las restantes características de ese código cultural serán abordadas en próximos escritos. 
 


Fernando I. Ferrán
Investigador y profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, en Santo Domingo, República Dominicana. Tiene una maestría en Antropología Social, en la Universidad Loyola de Chicago, Estados Unidos, y un doctorado en filosofía en la Universidad de Lovaina, en Bélgica.

Ha sido editorialista y director del periódico El Caribe, director corporativo de la Unidad de Inteligencia de VICINI -hoy Inicia- y director de Inteligencia Diplomática de la Cancillería dominicana. También, en Costa Rica, profesor – investigador del Centro de Investigación y Enseñanza, CATIE, del sistema interamericano.

Es autor de diversos estudios antropológicos y de filosofía, en y fuera de la República Dominicana, así como de artículos periodísticos y técnicos en publicaciones especializadas. 
 

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Fill out this field
Fill out this field
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.
You need to agree with the terms to proceed

twitter facebook smarthphone

ARCHIVO DEL AUTOR

Menú