¡Seguimos descubriendo Myanmar! Un místico país lleno de rincones increíbles. La semana pasada exploramos Yangón y Bagan con sus pagodas y mercados. Hoy nos vamos al espectacular Lago Inle y a la antigua capital, Mandalay.
Los que no tuvisteis oportunidad de leer el post anterior sobre este maravilloso país, aquí lo tenéis para calentar motorcillos (o motorssotes, wey). ¿Todos listos? Continuamos entonces.
Salimos de Bagan rumbo a Mandalay. Qué nombre tan bonito, ¿no? Mandalay… Qué poético… Allí y en sus alrededores encontramos pagodas, monasterios y otros templos. Maharmuni, Kuthodaw, Shwe Nandaw… Todos impresionantes aunque nos gustó mucho el celebérrimo puente U Pein. El puente de madera de teca más largo (unos 1.200 metros ) y antiguo (del siglo XIX!) del mundo. Nosotros cruzamos el puente y nos pusimos a caminar y caminar.
Y más y más hasta perdernos por aldeas en las que jugamos con los niños que con curiosidad nos miraban e incluso entramos en sus humildes escuelas a ver como daban clase. Fue genial aunque habíamos caminado tanto que ya no sabíamos dónde estábamos.
Menos mal que el puente lo conoce todo el mundo y horas después lo volvimos a recorrer para seguir ruta. Nuestro destino no era nada menos que el Lago Inle. Como en el resto del país, se respira esa aura de espiritualidad y lejanía.
Llegar al lago es total. Con tu canoa por canales en paisajes geniales. Eso sí, nos cayó una chupa de agua importante pero curiosamente en el alojamiento había paraguas para todos. Por cierto, el alojamiento nos dejó atónitos. Palafitos de lo más acogedores. Qué lugar…
Allí con tu canoa vas viendo aldeas flotantes, la actividad cotidiana de sus gentes y, por supuesto, no faltó otro set de pagodas y monasterios espectaculares. Phaung Daw Oo, Ngape Chaung… También había mujeres (aunque no muchas) que se acercaban al visitante con su rústico “kayak” a venderle cosas de lo más variopintas.
En uno de nuestros desembarcos vi como a unas personas haciendo unos cigarrillos artesanales y no pude evitar comprarles unos cuantos. Todavía los tengo por aquí aunque mejor no me los fumo no vaya a ser que se me desintegre la lengua o algo. Nunca se sabe.
Un día una familia nos invitó a comer en su casa. Qué gente… Qué maravilla… y ese mismo día nos dio por ponernos a caminar otra vez para bajar el atracón. Y caminamos y venga a caminar y a caminar más. Unos cuantos kilómetros hacia el interior hasta que, cosas de la Vía Láctea, se nos hizo de noche. ¿Y ahora? Todos los caminos nos parecían iguales de repente así que empezamos a caminar por lo que nuestras cabezas decían que era el camino de vuelta.
De repente, por lo que parecía un camino principal, pasó un pequeño camión por allí que se dirigía a alguna obra. Había comenzado a llover y ya iban tres personas en la estrecha cabina. Les pedimos que, por favor, nos llevaran tras explicarles el destino y sin dudarlo accedieron. ¡Estábamos salvados! Con lo que no contábamos era con el olor dentro de la cabina.
El conductor, que seguro era que un gran hombre, emanaba un hedor a choto-chotuno serio. Y tuvimos la típica situación en la que uno dice: “pasa, pasa tú primero” y el otro “no, no, tú, por favor”. Allí los dos en la puerta del camión, lloviendo y cediéndonos el paso… Al final, me agarraron del brazo y me sentaron para que no me mojara y me tocó (tras jugar al Tetris para acomodarnos) el honor de ir pegado a este simpático conductor.
Cada vez que iba a dar un volantazo y estiraba los brazos se me derretía un poco el hombro izquierdo. Lo importante es que, finalmente, los cinco apiñados con las ventanas cerradas por la lluvia y los aromas “florales”, nos pusimos en marcha y llegamos sanos (exceptuando mi hombro) y salvos a casa.
Nuestros días en Myanmar se agotaban y nos dirigimos a Yangón para seguir nuestro viaje por Asia. Que cosas, acabo de alzar la vista aquí, en mi casa, y he visto un Buda que compré en aquel viaje. ¡Es grandote! Si lo pongo en el suelo me llega casi al paquete. Bueno, los Budas no se ponen en el suelo que es una falta de respeto, que lo sepáis. Siempre por encima de ti.
Ese Buda recorrería muchos países antes de llegar a su nuevo hogar y tuvo que pasar por varios controles aeroportuarios dentro de una bolsa de deporte. En una ocasión, los agentes me preguntaron por el contenido de la misma y respondí: “Hay un Buda dentro”. El agente abrió levemente la cremallera, vio la cabeza de mi flamante Buda dorado, la cerró rápidamente y me dijo: “¡Pase, pase, por favor! Vamos, podría haber llevado un kilo de cocaína, un Kalashnikov y las pruebas de la muerte de Kennedy y habría pasado sin problemas.
Desde ese momento, en ocasiones sólo faltó un “¡¡Hay un Buda dentro!!” para que todos los agentes se alborotaran a golpe de “¡¡Buda dentro!! ¡¡Buda dentro!!” y me convertía en una especie de inmune deidad. Pero claro, eran otros tiempos…
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